En el extremo sur de Neuquén, sobre el lago Nahuel Huapi, el Bosque de Arrayanes despliega la magia de sus colores durante todo el año. Postal inolvidable de todo viaje a Villa La Angostura o Bariloche, se puede llegar por vía lacustre o por tierra para recorrer los espesos senderos donde apenas se filtra el sol.
Algunos lugares son por sí mismos sinónimos y motivos de un viaje: ciertas postales que no por repetidas pierden encanto, ciertos sitios que no hay fotografía capaz de revelar en toda su dimensión. El Bosque de Arrayanes es uno de ellos, sobre las tierras de la Península de Quetrihué, que se adentra desde el sur de la provincia de Neuquén frente a la rionegrina Bariloche, sobre las aguas azules del lago Nahuel Huapi. “Donde hay arrayán” es precisamente el significado de Quetrihué en la lengua mapuche, y nunca mejor puesto el nombre que en esta estrecha lengua de tierra donde predomina el color canela de estos árboles a veces centenarios, de fría corteza y lentísimo crecimiento.
Años atrás los arrayanes, inspiradores de la leyenda según la cual Walt Disney le puso los colores neuquinos al bosque de Bambi, formaban parte del Parque Nacional Nahuel Huapi. Pero se independizaron en 1971, cuando pasaron a formar un parque nacional propio, destinado expresamente a preservar este paisaje singular sobre más de 1700 hectáreas, en el extremo norte del “lago del tigre”. O “lago del yaguareté”, el tigre americano que los araucanos llamaron “nahuel”.
Seguramente ajenos a las cuestiones ecológico-administrativas, ellos siguen en pie a pesar de las amenazas que representan para su conservación la presencia de algunas especies exóticas (sobre todo liebres europeas y jabalíes) y la presión turística. Por eso precisamente este bosque se recorre por caminos expresamente señalizados, está absolutamente prohibido recoger cualquier rama u hoja caída en el suelo, y existe un área que no se visita porque goza de la protección de una “reserva natural estricta”.
El popular arrayán, científicamente conocido como Luma apiculata, es una especie oriunda de los Andes centrales, entre la Argentina y Chile. Aunque es frecuente verlos en su forma arbustiva en las laderas cordilleranas, mezclados aquí y allá con las otras variedades propias de la región y a ambos lados de la frontera, la particularidad de los que crecen en la Península de Quetrihué es el tamaño de árbol respetable que alcanzan los ejemplares, hasta tocar los 15 metros de altura, y sobre todo su concentración en un bosque tan denso que a veces apenas si se cuelan los rayos del sol. Cualquiera sea la época del año, los arrayanes siempre irradian una magia especial, sobre todo en invierno, cuando las hojas apenas soportan el peso de la nieve, y en primavera, cuando sorprenden con unas pequeñas flores blancas que recuerdan al azahar. Como es típico de los bosques patagónicos, el clima en el Parque Nacional va de templado a frío y húmedo, con nevadas y lluvias durante el invierno, y heladas durante casi todo el año: al mismo tiempo, su frescura veraniega es un regalo bienvenido cuando se hace sentir el calor de los meses de enero y febrero.
Una de las formas más tradicionales de visitar el Bosque de Arrayanes es navegando por el Nahuel Huapi, en una excursión que combina el descenso en la parte sur de la Península de Quetrihué –unida con Villa La Angostura por un pequeño istmo– con la visita a la isla Victoria, otra de las áreas protegidas del lago. Lleva todo el día, pero dan ganas de quedarse más todavía disfrutando de la diafanidad del aire y el paisaje encantado del lago recostado contra la Cordillera.
La excursión comienza en Puerto Pañuelo, a unos 25 kilómetros del centro de Bariloche, sobre la orillas de la Península Llao Llao: allí los visitantes se embarcan para una navegación que dura aproximadamente unos 40 minutos, siempre acompañados por hambrientas y ruidosas gaviotas cocineras empeñadas en conseguir la atención y la comida de los viajeros. Con sorprendente habilidad, según cómo venga el viento, algunas consiguen la proeza de comer directamente de la mano, mientras los demás pasajeros suelen dedicarse a retratarlas en vuelo.
Una vez en la isla, se desembarca en Puerto Anchorena, en la zona central de la isla, donde una caminata por las zonas abiertas al turismo permite llegar hasta un par de aleros con pinturas rupestres, y seguir entre bosques de coihues, cipreses, maitenes, radales, ñires... y naturalmente algunos arrayanes. También hay tiempo para descansar un rato en las playitas de la isla, verdaderos remansos de vegetación y aguas claras que permiten adivinar el paso rápido de los peces haciendo remolinos entre las aguas del lago.
Nuevamente embarcados, la navegación sigue hasta Puerto Quetrihué, para desembarcar junto al soñado bosque color canela. Allí hay que seguir una serie de senderos que, levantados en escalones sobre el suelo, están delimitados por barandas de madera para evitar que se dañen el suelo y los renovales de arrayanes. Ni siquiera se debe levantar una hoja: por una, y otra, y otra, simplemente terminan poniendo al descubierto las raíces de los ejemplares grandes, ocasionándoles un daño irreversible. Si se piensa que cada año unas 250.000 personas visitan el bosque, se tendrá la dimensión de la acumulación de riesgos y la importancia de no desviarse de los senderos.
La otra alternativa, esta vez para piernas mejor entrenadas, es hacer un trekking hasta el bosque de arrayanes atravesando la Península de Quetrihué. Considerando que es un trayecto de 12 kilómetros, hay que calcular por lo menos tres horas de caminata, o dos, si se prefiere hacer la travesía en bicicleta. Los paisajes y la experiencia valen el esfuerzo, que debe empezar bien temprano por la mañana para aprovechar las horas de luz y los horarios establecidos para el ingreso. Para volver, una opción más descansada es embarcarse en el puerto de la propia península, aunque siempre está la opción de volver a hacerlo a pie o en mountainbike.
Una tranquera de madera marca el lugar donde se paga el ingreso al Parque Nacional, cruzando la “angostura” o istmo de la península. La primera parte es la más difícil: aquí hay que vérselas sobre todo con pendientes empinadas y escalones de distinta altura, que distraen un poco la vista del panorama sobre el Nahuel Huapi y la bahía Brava, con los cerros Inacayal y Bayo como telón de fondo.
Algunos kilómetros más adelante, el camino empieza a rendirse y se hace más fácil: poco a poco, aparecen los primeros troncos de color canela mezclados con otras especies patagónicas. Conviene prestar atención a las indicaciones para no equivocar el camino: hay bifurcaciones hacia el casco de la antigua estancia Quetrihué, y un par de lagunas donde se realizan avistajes de aves, que hay que rodear para llegar finalmente a la seccional del guardaparque, el puerto y finalmente, en el extremo de la península, al Bosque de Arrayanes propiamente dicho. Allí, otra vez, espera el ritual de las fotos en la “casita de Bambi”, y sobre todo el placer delicioso y solitario de recorrer los senderos en silencio, bajo la sombra majestuosa de los arrayanesz
Fuente: Página 12 Turismo