Bohemia y de espíritu libre, la pequeña ciudad es referencia obligada del laureado Valle de Punilla. La magia de sus paisajes, protegidos por el enigmático Cerro Uritorco. Energía positiva, rélax y mucho para hacer.
Desde lejos sí se ve. Como para que no. Una descomunal mole de roca y verde que domina el valle, que lo define. Es el Uritorco, amo y señor de Punilla, garante de una de las zonas más laureadas de la provincia de Córdoba. Con esa impoluta silueta como factor de inspiración, el terreno arde en virtudes.
Ríos, cascadas, grutas, quebradas. Ahí, a los pies del gigante, Capilla del Monte absorbe no sólo los sortilegios que tributa la montaña sino también su mística. Naturaleza pura, descanso apasionado. Filosofía de vida que esculpe el semblante de la localidad serrana.
Aquella energía genera el latir al municipio. Bohemio y despreocupado, sirve desde principios de los 70 como refugio de la cultura hippie. Con sus matices y contradicciones, hoy continúa siendo un referente del movimiento. 110 kilómetros al norte de la capital provincial, Capilla atesora la herencia. La cobija celosa, pero comparte. Lo mismo hace con el abanico de espacios que le muestra al viajero.
"Balneario La Toma" reza el cartel. El visitante no se conforma con tanta gente aglutinada y, tras ingresar, se pierde entre los vericuetos del cerro. Bordeando el río, camina piedras arriba.
Así, tras 600 metros de aromas y colores, llega hasta la primera cascada, propiedad del arroyo Huertas Malas.
Sobre un peñasco se echa y entre el murmullo del agua y los mensajes que recibe de las cumbres, acapara plenitud. Son horas de gloria. Paisajes que se convierten en momentos felices.
Pero el verano no sólo respira allí. Toda una serie de playas discurren a lo largo y ancho de la comarca, acumulando visitas. Destaca el Balneario Los Mogotes, un precioso rincón todavía ajeno a las grandes multitudes. Desde ese punto se accede al Paso del Indio, desfiladero donde se practica la escalada en roca. Después, los diques El Cajón y Los Alazanes aparecen como opciones de recreación, junto al popular Balneario Calabalumba, hijo del río homónimo.
En todos los casos, es el Uritorco quien define los horizontes. Él, siempre él, velando el reposo de propios y extraños. De tanto brillar, el cerro convoca. Hacia allá va el caminante, dispuesto a dejarse hipnotizar durante cuatro horas de maravillas. Ése es el tiempo aproximado que demanda el ascenso y descenso de la masa de casi 2.000 mil metros de altura, cúspide de las Sierras Chicas.
El tamaño no es nada, si se lo compara con la magia que lo habita. En la cima, las visuales profundas se mezclan con fábulas de duendes y los ya célebres ovnis, que, según el imaginario popular, visitan constantemente los techos del valle. Ciertas o no, las historias dan a la experiencia un plus que aprecia hasta el más escéptico.
Ya es de noche y los alrededores de la Plaza San Martín se llenan de gente. No obstante, el movimiento sigue siendo tranquilo, de pasos cortos y lentos. La onda es bien relajada, con innumerable cantidad de puestos de artesanos, y una muy buena oferta de espectáculos a la gorra.
Arte del bueno convive en demostraciones circenses y música en vivo. Casonas antiguas, hoteles, hospedajes y negocios de variada impronta se multiplican en las adyacencias. Muchos de ellos se especializan en terapias alternativas, meditación y trabajos de autoconocimiento. El mismo mensaje de paz espiritual que tan bien representa a la ciudad.
Sin embargo, adentrándonos en la famosa calle techada (la única en su tipo en América Latina), el ambiente adquiere rasgos más posmodernos. Restaurantes llenos copan la parada.
A la hora del pedido, sale mucho el cabrito a la leña, un clásico regional. En el lugar, todas las edades y personalidades comulgan juntas. Barbas, rastas y sandalias. Camisas, jeans y mocasines. La extraña y saludable combinación también habla del temple distintivo de Capilla del Monte. Plural y genuino en proporciones semejantes.
Los días pasan veloces y, entre el descanso y los paseos, surgen excursiones que no pueden pasarse por alto. Sobresale la que lleva a Los Terrones, un parque donde las estrellas son formaciones rocosas de color anaranjado, que juegan con los verdes engendrando visuales imponentes.
Producto de 300 millones de años de erosión, proponen una delirante travesía de dos horas, entre cavernas y acantilados. El sitio se encuentra a 15 kilómetros del centro, por camino de ripio. Continuando 10 kilómetros por esa carretera, aparecen las grutas de Ongamira. De similares características a Los Terrones, tiene de vecino al agraciado Cerro Colchiqui.
Hasta hace poco menos de 500 años atrás, Ongamira era uno de los reductos elementales de los Indios Comechingones. En esta zona, los primeros habitantes de la Córdoba serrana sembraron vida y leyendas.
Ellos, imbuidos en sus propios periplos, rendían tributo a las montañas, igual que el viajero siglo XXI, quien ahora se aleja del norte de Punilla. Lleva la mochila repleta de ganas de volver.
Fuente: Los Andes Turismo