La extraordinaria experiencia de "hacer contacto" con los magníficos ejemplares que, año tras año, arriban, de a miles, a Península Valdés.
Cada vez que regresaba nuestra tía Roxana de un viaje era una fiesta. Esa tarde nos contó que en la Península de Valdés había tantos pingüinos que su multitud llegaba hasta el horizonte, que los elefantes marinos eran grandes como casas, que las orcas eran tan inteligentes que con mirarte sabían qué pensabas y que un atardecer se había metido en el mar y había llamado a las ballenas. "Les canté una canción que me enseñaron los esquimales, nos dijo, y vinieron. Las madres y sus hijitos, y más lejos los papás, asomaron sus cabezas y cantaron conmigo". Ahora sus sobrinos tenemos la edad de la tía de entonces, y con nuestras familias volamos sobre aquella tierra mágica. Sin embargo, nada de lo que imaginamos fue tan maravilloso como lo que estamos presenciando. El cielo es perfectamente diáfano, la tierra perfectamente tendida y el mar perfectamente liso, verde con grandes manchas azules en el fondo.
Un camión rompe la monotonía del continente y levanta una columnita de tierra, y la tersura del mar es rasgada aquí y allá por pequeñas erupciones de espuma blanquísima. Cuando el avión desciende un poco -"en minutos aterrizaremos en Puerto Madryn"- distinguimos lo que el anhelo de nuestros corazones sospechaba: los puntos de espuma rodeados de círculos concéntricos son huellas de las ballenas que saltan. Luego, en el agua ideal del Golfo Nuevo, empezamos a ver los negros y largos cuerpos de las ballenas nadando bajo la superficie. Los ojos se me llenan de lágrimas.
Un vínculo impensado
La Península Valdés es una Patagonia en miniatura -4.000 km2-, un pueblito, acantilados y playas donde aves, lobos y elefantes marinos y pingüinos hacen sus populosas ciudades. Tiene un corazón de estepa, sin un solo árbol, plano y primitivo, por donde corretearon prehistóricos mamíferos de cuatro metros de alto. En La Elvira una de las dos estancias turísticas de la península, andamos a caballo, asistimos a una esquila, jugamos al criquet y nos quedamos charlando hasta tarde. A la mañana nos llevan a la playa donde yacen los masivos elefantes marinos. Una hembra ha parido un cachorro negro durante la noche, otras amamantan los suyos. El macho, monumento de cinco toneladas, se apura para pelearse con un galán intruso que ambiciona una de sus hembras. Son criaturas que en tierra no pueden hacer mucho más que estar tirados pero en el agua no sólo son veloces como torpedos, sino que alcanzan profundidades de más de 2.000 metros. Allí, en el fondo ciego del mar, ven los monstruos que no conocemos con sus hermosos ojos redondos y melancólicos. Están en la entrada de la Caleta Valdés, coto de caza de las orcas. Es allí donde el investigador Roberto Bubas convivió con las orcas y descubrió que habían inventado una técnica de caza lanzándose hacia tierra y que se la enseñan a sus crías. Científicos de todo el mundo analizan las observaciones de este argentino en su afán de comprender que la inteligencia de las orcas es diferente pero de la misma complejidad de la humana. A lo largo de la lengua de agua de la caleta suelen verse avanzar, negras y magníficas, las aletas de las orcas. Pese a que son predadores de eficacia fatal, jamás atacaron a Bubas. Se paraba con el agua a la cintura y las orcas llegaban hasta él y les hablaba y las tocaba. Es lo que nos contó la tía Roxana. El investigador refiere que "se establece una comunicación inexplicable, en el plano afectivo".
Fuente: Clarin Turismo
http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2009/09/27/v-02006863.htm