Además de sus paisajes imponentes, Tucumán viene trabajando fuerte para fomentar el turismo y hoy goza de una infraestructura y servicios excelentes.
Qué paradoja: Tafí del Valle crece mientras pasa el tiempo, en un lugar donde el tiempo parece no pasar nunca. Ahí está la magia de este pueblo enclavado entre montañas de la cadena del Aconquija que por momentos pareciera resistirse a abandonar el traje de villa veraniega, la misma que todavía guarda en su tierra el misterio cautivante de su cultura aborigen: pircas de piedra, construcciones de adobe y paja, artesanías en cerámica y la técnica agrícola cuyas huellas se advierten en las terrazas de cultivos, para ponerse el que mejor le calza: ser un ícono del turismo nacional e internacional durante los 365 días del año.
Sus productos artesanales, sus comidas típicas, sus 26 grados promedio de temperatura máxima durante el verano, sus paisajes deslumbrantes y sobre todo, la idiosincrasia de un pueblo pujante, repleto de sueños e ilusiones y dispuesto a someterse a la era de la globalización, pero a veces ajeno a los avances tecnológicos y culturales, convierten a la zona en una suerte de «isla exclusiva» en el norte argentino.
A diferencia de lo que sucede con tantos destinos pensados más en función de un negocio rentable que en la preservación y puesta en valor de lo autóctono, aquí todo tiene el sello local. Desde la gastronomía, muy cuidada para que la alta cocina no opaque las costumbres y raíces del lugar, hasta el involucramiento del lugareño en toda la oferta turística.
Expulsados los jesuitas de estas tierras por orden del rey Carlos III, el valle se dividió en estancias. Hoy los dueños de las mismas -cuarta generación de una familia que hasta hace poco se dedicaba a la producción agrícola ganadera- adaptaron la fincas a las necesidades de gente que llega desde los lugares más remotos en busca de experiencias distintas. Lo llamativo es que tanto guías como queseros, mozos, recolectores agrícolas y demás personal abocado a las tareas del campo hace tres o cuatro generaciones que están allí. Y todos conviven como en los viejos tiempos, en familia. Algunos ejemplos de estancias son Las Carreras, Las Tacanas y Los Cuartos.
Un programa aparte y que demanda poco tiempo es subir hasta el Abra del Infiernillo, que en su cima regala la mejor vista de Tafí del Valle. Si uno llega en auto, la presencia de cardones indica la proximidad de Amaicha del Valle, donde aseguran que el sol brilla 360 días al año. De ser necesario parar a cargar nafta en Amaicha, el mejor consejo es estacionar el auto y perder -o ganar, depende de cómo se mida- dos horas. La estación de servicio, con la fachada construida totalmente en piedra de la zona, constituye un atractivo en sí mismo. Hay un puesto ambulante con productos comestibles regionales. Matambrito tiernizado al escabeche, pasta de habas, cabrito con especias, quinoa o dulces en sus diferentes versiones a precios accesibles (dos frascos grandes a elección, más uno chico a $ 25). Pero lo mejor pasa por el Museo de la Pachamama, una espectacular obra que rinde homenaje a la madre tierra a través del trabajo de cientos de artesanos.
Otra vez en el camino, hay que recorrer 22 kilómetros para llegar a las Ruinas de Quilmes, consideradas uno de los asentamientos indígenas más importantes del país. La reconstrucción parcial de la antigua ciudadela deja ver que la población estaba asentada en una suerte de anfiteatro natural a 2.000 metros de altura. Caminar entre pircas e inmensos cardones (crecen no más de un centímetro y medio por año y algunos superan los diez metros de altura) hasta llegar a una altura considerable permite imaginar cómo vivían los indios Quilmes hace más de 2.800 años.
Fuente: Ambito