La combi parte a la mañana desde San Javier. Llueve, pero hace calor. El paisaje de cornisa es mucho más imponente que el de la curva anterior, pero pobre si se lo compara con el que se observa un kilómetro más arriba, y en la medida en que se asciende no hay cámara fotográfica que pueda registrar tanta magia. Molles, lapachos, tipas, laureles, jacarandás, orquídeas y bromelas envuelven senderos sinuosos que se desdibujan en la niebla.
De pronto no se ve absolutamente nada. Un manto gris cubre el camino y el chofer maneja casi por inercia. La camioneta parece flotar entre nubes y no hay nada más que hacer que adivinar el precipicio y resistir al apunamiento que cada vez es más persistente. El guía explica que se trata de la nuboselva; así se conoce vulgarmente al circuito de yungas por la abundante humedad producto de las intensas lluvias, con un promedio anual de 2.500 milímetros.
En cuestión de segundos, y como si uno despertara de un sueño, el cielo se despeja, el sol asoma entre los cerros, pega fuerte y no hay una sola nube, pero ya no hace calor. Los verdes yo no lucen tan verdes. Y no hay humedad; ahora el clima es seco y semiárido y el promedio de precipitaciones es de entre 80 y 120 milímetros en el año. No serían datos menores si no fuera porque toda la atención está centrada en el paisaje, que sigue siendo mágico. Diferente, pero igual de mágico. La presencia del cerro El Pelao y del dique La Angostura delatan la cercanía de Tafí del Valle. Ahí es donde uno entiende que la frase «Tucumán, tierra de contrastes» no fue sólo pensada para vender en un simple folleto. Es literal. Más si se trata de la puerta de entrada a los Valles Calchaquíes.
Qué paradoja: crecer mientras pasa el tiempo, en donde el tiempo parece no haber pasado jamás. Ahí está la magia de Tafí del Valle, este pueblo enclavado entre montañas de la cadena del Aconquija que por momentos pareciera resistirse a abandonar el traje de villa veraniega, la misma que todavía guarda en su tierra el misterio cautivante de su cultura aborigen: pircas de piedra, construcciones de adobe y paja, artesanías en cerámica y la técnica agrícola cuyas huellas se advierten en las terrazas de cultivos, para ponerse el que mejor le calza: ser un ícono del turismo nacional e internacional durante los 365 días del año.
Sus productos artesanales, sus comidas típicas, sus 26 grados promedio de temperatura máxima durante el verano, sus paisajes deslumbrantes y sobre todo, la idiosincrasia de un pueblo pujante, repleto de sueños e ilusiones y dispuesto a someterse a la era de la globalización, pero a veces ajeno a los avances tecnológicos y culturales, convierten a la zona en una suerte de «isla exclusiva» en el norte argentino.
A diferencia de lo que sucede con tantos destinos pensados más en función de un negocio rentable que en la preservación y puesta en valor de lo autóctono, aquí todo tiene el sello local. Desde la gastronomía, muy cuidada para que la alta cocina no opaque las costumbres y raíces del lugar, hasta el involucramiento del lugareño en toda la oferta turística.
Expulsados los jesuitas de estas tierras por orden del rey Carlos III, el valle se dividió en estancias. Hoy los dueños de estancias -cuarta generación de una familia que hasta hace poco se dedicaba a la producción agrícola-ganadera- adaptaron la finca a las necesidades de gente que llega desde los lugares más remotos en busca de experiencias distintas. Lo llamativo es que tanto guías como queseros, mozos, recolectores agrícolas y demás personal abocado a las tareas del campo hace tres o cuatro generaciones que están allí. Y todos conviven como en los viejos tiempos, en familia. Algunos ejemplos son Las Carreras, Las Tacanas y Los Cuartos.
Un programa aparte y que demanda poco tiempo es subir hasta el Abra del Infiernillo, que en su cima regala la mejor vista de Tafí del Valle. Más adelante, la presencia de cardones indica la proximidad de Amaicha del Valle, donde aseguran que el sol brilla 360 días al año. Si uno para a cargar nafta en Amaicha, el mejor consejo es estacionar el auto y perder -o ganar, depende de cómo se mida- dos horas. La estación de servicio, con la fachada construida totalmente en piedra de la zona, constituye un atractivo en sí mismo. Hay un puesto ambulante con productos comestibles regionales. Matambrito tiernizado al escabeche, pasta de habas, cabrito con especias, quinoa o dulces en sus diferentes versiones a precios accesibles (dos frascos grandes a elección, más uno chico a $ 25). Pero lo mejor pasa por el Museo de la Pachamama, una espectacular obra que rinde homenaje a la madre tierra a través del trabajo de cientos de artesanos.
Otra vez en el camino, hay que recorrer 22 kilómetros para llegar a las Ruinas de Quilmes, considerado uno de los asentamientos indígenas más importantes del país. La reconstrucción parcial de la antigua ciudadela deja ver que la población estaba asentada en una suerte de anfiteatro natural a 2.000 metros de altura. Caminar entre pircas e inmensos cardones (crecen no más de un centímetro y medio por año y algunos superan los diez metros de altura) hasta llegar a una altura considerable permite imaginar cómo vivían los indios Quilmes hace más de 2.800 años.
Queda claro que en Tafí del Valle, la diversidad es el principal protagonista. Un grupo disfruta del arte y la historia en el Museo Jesuítico de la Banda, la antigua estancia de los padres de la Compañía de Jesús, que expone colecciones de objetos indígenas, de la cultura local y pertenecientes a los padres jesuitas. Otros visitan el Museo de Mitos y Leyendas Casa Duende, de singular rareza, que rescata míticos personajes de la cosmovisión indígena. Los extranjeros prefieren alojarse y pasar sus días en las estancias o en los hoteles boutique (imperdible el exclusivo Castillo de Piedra, con su ruta gourmet Alta Argentina a cargo de la chef Soraya). Durante el día contratan excursiones: pescan truchas, participan de la recolección de cultivo, y de la elaboración de quesos y dulces.
Los más aventureros se internan a caballo cerro adentro (algunas empresas que ofrecen el servicio son El Puesto y La Cumbre) hasta alcanzar los tres mil metros de altura sobre el nivel del mar. Hay desde circuitos cortos de un par de horas hasta travesías de dos días que incluyen asado a campo abierto y campamento. La oferta se complementa con trekking, excursiones en 4x4, paseos de compra, donde se destaca la gente de Arte Alter Nativo y Campo del Molino.
«Callejuelas sin fin, casas de barro y paja, caballos que relinchan y horneros que cantan. Hombres están hachando un árbol monte adentro, ya se les hizo la hora porque les llega el invierno», reza el tema «Tafí del Valle», compuesto por el grupo de rock porteño La Zurda.
Como ellos, tantos otros músicos dedicaron poesías a esta singular villa del norte argentino, entre otros, Atahualpa Yupanqui, que, según él mismo relata, pasaba treinta horas cuesta arriba y cuesta abajo en su caballo atravesando tres cerros, algunas quebradas y un largo faldeo. «Jamás fui en automóvil, siempre a caballo, desde Acharal hasta Tafí del Valle», relata el folclorista. A juzgar por la belleza y los atributos del lugar, no hay duda de que aquella travesía valía la pena...
Fuente: Ambito