Unos de los viajes de mi juventud lo hice hace diez años atrás, con mi hermano, el Champú y mi amigo, un compañero de la secundaria, Ale. Si bien ocurrió en las vacaciones de invierno de 1999, me ha quedado la impresión de que pasó hace mucho más tiempo. Ahora, en comparación, parece un viaje 1.0.
La idea original de los tres era pactar un recorrido e intentar llegar como mochileros, a dedo, a los Valles del Tafí. En ese tiempo vivía en San Juan, en el departamento de Rivadavia, por lo que lo más lógico fue llegar a Caucete y esperar que en el cruce de la ruta nacional algún vehículo nos llevara. Al principio tuvimos suerte. Un camión nos acercó hasta Chepes, en La Rioja, en el distrito de Agua Salada.
En la capital de aquella provincia en la que estuvimos dos días nos divertimos bastante. Armamos una carpa en una estación de trenes y entre otras cosas, recorrimos la ciudad en un camión recolector de residuos y nos enganchamos los tres con unas chicas de Tucumán. Sin embargo, ellas se volvieron antes y prometimos buscarlas en su provincia cuando llegáramos allá.
Una vez en Catamarca, nos instalamos en la Feria del Poncho y nos encontramos con el alemán Joram, un faquir, que ya había pasado por San Juan y lo conocíamos. Él hacía un show en la calle, un loco de la guerra, al punto que elegía su recorrido por el país abriendo cada mañana el I Ching. Un personaje inolvidable. Pero seguimos viaje.
Siempre con la mochila a cuestas, finalmente llegamos a Tucumán y nos encontramos con nuestras "novias" y ellas nos hicieron un tour turístico. Lo más llamativo sigue siendo La Casa de Tucumán, que era tal cual el dibujito que había visto en los manuales. Hay un patio abierto con placas recordatorias y muchas banderas. Es como un mini museo.
Nuestro objetivo estaba fijado en Tafí del Valle (107 kilómetros al oeste de la capital tucumana). No se podía hacer dedo en aquella ruta por eso finalmente sacamos pasajes y nos fuimos en colectivo. En el trayecto, todo se volvió emocionante. No podía creer el paisaje selvático, los acantilados y los ríos. Luego de leer un cartel que decía "Bienvenidos al Fin del Mundo", se abrió desde una altura increíble la panorámica de todo el valle. Fue asombroso.
En la terminal conocimos a un grupo de mochileros que estaban acampando y nos invitaron a compartir el espacio. Habían chicos de todo el país con la misma idea que nosotros: guitarrear hasta la madrugada.
Nos enteramos que los altos inaccesibles habían sido refugio para los montoneros de la década del 70 y como visitantes debíamos cumplir con un ritual: subir un famoso cerro y dejar un objeto y una carta escrita en una cajita de madera que estaba enterrada en la cima.
Mi hermano y yo cumplimos cada uno de esos pasos. Cuando uno observa el paisaje, con plantas y árboles tropicales y ríos encantadores, uno comprende por qué le dicen "El Caribe de la república".
En el pueblo, muy pintoresco, con fotos en cada rincón, disfrutamos un festival de canto, donde me alucinaron las copleras, una viejitas divinas que cantaban a capella las bagualas más famosas de la región. Ese fin de semana recuerdo que tuve onda con una chica de Buenos Aires, de Caballito, con quien terminamos como invitados en un cumpleaños de 15 típico del lugar, con familiares bromistas, mucha comida y gente muy generosa y humilde.
Cuando ella planeó regresar con sus amigas, la acompañé a la terminal, pero antes de que el colectivo se marchara, ella se bajó y decidió quedarse conmigo unos días más. Fue como estar en una comedia romántica. El affaire duró hasta que la acompañé después hasta San Miguel y allí nos despedimos.
Aunque nos seguimos carteando unos meses más, no la volví a ver. Me quedó el recuerdo de la típica despedida: ella subiéndose al tren, mientras yo la miraba alejarse desde la plataforma.
En el pueblo de Monteros me encontré con mi hermano y mi amigo. Allí pudimos conocer los ingenios azucareros en la ruta. Luego paramos en Concepción y Aguilares. En este último pueblo conseguimos un camión hasta Catamarca. De Catamarca, nos llevaron en otro camión hasta La Rioja, ¡en un vehículo que transportaba explosivos para las minas!
El último trayecto fue muy pintoresco: en una estación de servicio se nos acercó un gitano y nos preguntó si queríamos acompañar a un chofer que estaba transportando autos a San Juan, porque se quedaba siempre dormido en la ruta. Dijimos que sí y partimos. El chofer era todo un personaje.
Le pidió a mi amigo que condujera y él se animó, sin tener carnet ni nada y con la experiencia cero en las rutas. Yo estaba re nervioso. A los cinco minutos, el chofer se había quedado dormido. Podría haber pasado cualquier cosa y en la famosa Cuesta de las Vacas, una bajada peligrosa, recién ahí lo despertamos.
Viajar de mochileros tenía su encanto, pero ahora las cosas cambiaron. Todo ese romanticismo de las rutas se perdió en el tiempo.
De Daniel Pérez - Artista visual
Fuente: Los Andes Online
http://www.losandes.com.ar/notas/2009/9/6/turismo-444468.asp