Semanas antes de que comiencen los rituales de la Fiesta Nacional de la Pachamama, en Amaicha del Valle ya resuenan los cantos de bagualas y coplas. Crónica de un recorrido por sus paisajes y su museo de piedra, y por el pueblo y sus creencias, con testimonios de pobladores de este rincón de los Valles Calchaquíes.
Yo soy la noche en la mañana
yo soy el fuego, fuego en la oscuridad
soy Pachamama, soy tu verdad
yo soy el canto, viento de la libertad
“Vientos del alma”, Mercedes Sosa (Barriento-Montes), Al despertar, 1998.
Considerada la Madre Tierra, la Pachamama es proveedora de la estabilidad, la fuerza y la fertilidad. Es, para muchos de los pueblos preexistentes, el punto de vista del observador: donde el individuo miraría la naturaleza y sus representaciones, estableciendo así la relatividad de todas las cosas. Por vivenciar estas creencias y hacerlas costumbres diarias, podría decirse que toda Amaicha del Valle, el pequeño pueblito ubicado a 164 kilómetros de Tucumán, es un trozo fiel de la historia, manifestada en tiempos de Carnaval junto a toda la región del NOA
Conservado como uno de los rincones más legítimos del Circuito de los Valles Calchaquíes, Amaicha del Valle, el pequeño pueblito ubicado a 164 kilómetros de San Miguel de Tucumán, recibe de la naturaleza no sólo la belleza del paisaje sino también la gracia del sol. De curioso microclima, se la conoce y promociona como “La ciudad donde nunca llueve”, con 360 días “garantizados” sin cielos nublados. “Lo de la garantía hoy es parte de un cliché, pero en un tiempo te devolvían la plata si te llovía”, asegura Fernando Olmedo, guía local que nos acompaña desde San Miguel de Tucumán, aportando datos técnicos y algunas historias llamativas del pago. “Incluso aquí hay habitantes que nunca han salido del pueblo, y por tanto jamás han visto llover copiosamente en su vida”, explica. A Amaicha se accede desde tres puntos centrales, ya sea desde la capital tucumana, desde la salteña Cafayate, y en menor medida desde la limítrofe y cercana Catamarca. Desde la capital provincial hay que hacer una U si se mira el mapa, y esto no es un capricho sino un ajuste de la RP 307 a la montaña, surcada por el centro entre yungas, fauna selvática y clima húmedo. Al salir, el paisaje cambia abruptamente y todo vuelve a ser dominio de los cardones y la tierra seca. En ese escenario, la ruta continúa como si nada hasta Amaicha, tallada sobre los cerros a 2 mil metros de altura, con un legado histórico y arqueológico de gran valor. Sus orígenes se remontan a tiempos precolombinos, y por eso no es raro encontrar en las inmediaciones cantidades de pequeños yacimientos arqueológicos, muy bien descriptos en su museo. El pueblo, en tanto, gira en torno de la plaza San Martín, con la llegada a poquitas cuadras de la laguna del dique Los Zazos, buen reparo para los calores de la zona. Un poco más por la 307, el dique Los Cardones ofrece otro espejo de agua que permite la pesca deportiva de truchas arco iris. Una excursión interesante es llegar también hasta el cañón natural El Remate, supuestamente habitado por ríos subterráneos. Sabores caseros y vida compartida en hostels y campings (con buenos servicios, agua caliente y hasta pileta) son la hoja de ruta para los visitantes, con algunas propuestas de trekking y excursiones por cauces, cañadones y montañas. Por su parte, las ferias hacen relucir sus productos, a muy buen precio por cierto. Arte manual en diversos materiales, coloridísimos tapices con escenas de cosechas y trabajos de alfarería asombrosos, son apenas la muestra. Y es que aquí los descendientes de poblaciones originarias se han dedicado tanto a actividades ancestrales pasadas de generación en generación y ligadas a la tierra, o bien a desarrollar su talento por medio de la alfarería y los telares. Una tema asombroso y en pleno contacto con el suelo es el de los frutos que la tierra provee, donde todo es delicioso: vinos materos, quesos y mezcla de especias para el comercio de venta directa están a la vista. Pero si el paso no es ligero puede accederse a otros sabores clásicos de la región, como la algarroba preparada en deliciosos budines o el chañar, “dulce fruto norteño”, presentes en las mesas junto a nueces y queso de cabra. Tampoco faltan tamales, humitas, locro o las tradicionales empanaditas fritas en grasa. Algunos siguen preparando el maíz y la algarroba en morteros de piedra, utilizando conanas para trabajar la harina, y haciendo nacer con esos mismos frutos bebidas como la chicha y aloja, combustibles de las fiestas. Entonces hay que agradecer, y celebrar.
Si bien Tucumán celebra otras fiestas (De la Humita, Del Quesillo, De la Verdura, Del Yerbiao), es en febrero cuando tiñe estos cerros para homenajearlos con su esencia nativa. Entonces los cerca de 5 mil habitantes estables entre los que se encuentra una de las comunidades indígenas más antiguas e importantes del NOA, se suman a los visitantes circunstanciales y realizan ofrendas, veneran a los ancianos, y durante varios días de fiesta expresan su agradecimiento a la madre tierra. El de la Pachamama es quizás el mayor festejo que rescata las raíces perdidas tras la conquista de América a manos de los españoles y su imposición del cristianismo. Al parecer, su origen se remonta a los antiguos encuentros vinculados con el pedido de fertilidad para el ganado y los cultivos, y es por ello que también se comparte en época de Carnaval, en medio de músicas, bailes y otras ofrendas. “Así como en agosto hemos sembrado y pedido, en estos meses nos juntamos sobre todo para agradecer a la Pacha. En nuestra cosmovisión, la aborigen, el año y el nuevo ciclo agrícola comienzan con el solsticio de invierno, por lo que la Fiesta Nacional de la Pachamama es un tiempo de retribuir, de reconocer, de celebrar sobre todo, y de recoger los frutos dados por la tierra”, asegura Eduardo Nieva, cacique e integrante de la Comisión de Ancianos del Amaicha del Valle. El explica también que el Concejo de Ancianos “sabiamente” ha decidido celebrarla en Carnaval, entre el 2 y el 8 de marzo, con este espíritu de compartir. El paso turístico en pleno verano no puede dejar de influenciar la zona, pero al menos por ahora no parece ser una contradicción sino un elemento más de fiesta. “Hemos arrancado ya en diciembre con la Amaichada, un encuentro enfocado sobre todo a los jóvenes de la comunidad y los visitantes, con actuaciones de artistas como Jaime Torres”, completa Nieva, y asegura que en febrero habrá más actividades: una suerte de “previa”, bromea, esperando la gran fiesta. Allí, como cada año, elegirán el último día a los pilares de estas creencias: la mujer más anciana del lugar será la Pachamama, acompañada por el carro de la Ñusta, joven representante de la fertilidad. El Yastay será la deidad protectora de los animales y de la caza, mientras el Pujillay, el espíritu alegre del diablillo carnavalero. Cuna de copleras, Amaicha mezcla estos cánticos que nacen del alma más que de la justeza vocal o la afinación, y los mezcla con los tradicionales joy-joy (coplas desgarradas con gritos) y la infaltable caja. Así la vieja Pachamama, que aquí para nada tiene una connotación despectiva, repartirá una vez más vino de la nueva cosecha a todos los participantes, saludada y festejada entre los colores de estos cerros maravillosos.
Antes de irse, hay que pasar por esa pirca inmensa del camino, plantada justo en la zona alta desde donde se ve el pueblo. El Museo de la Pachamama es de por sí una obra imponente, y desde lejos ya se notan sus dimensiones bestiales. Hay que entrar a recorrer sus más de 10 mil metros cuadrados de piedra sobre piedra, literalmente acomodadas para dar forma (y vida, dicen) a sus representaciones. Algunos metales y otros pocos materiales, pero esencialmente la piedra, reflejan en los patios sus símbolos y dioses. Enormes figuras armadas con piedra simbolizan divinidades adorando a la Pachamama, embarazada en una de ellas, rodeada de cardones y horizontes de cerros. Una víbora bicéfala de la cultura awada, figuras de Inti (sol) y Quilla (luna), el chamán o brujo curandero de la tribu diaguita, guardas incaicas y distintas fases de la luna, son un muestrario de la gran influencia de diversas culturas que vivió este lugar. Adentro están más presentes las tradiciones ancestrales de los diaguitas-calchaquíes, con salas dedicadas a la etnología y geología regional, con una importante exhibición de tapices, pinturas, armas y otros elementos. También en su interior hay mapas y pinturas que denotan claramente en qué período se ubican las distintas etnias, y un cuadro muestra a la Pachamama, a Viracocha (dios incaico hacedor del mundo) y la descendencia de Inti y Quilla, de los cuales habría nacido el primer inca. Inaugurado en 1998 con el objetivo de rescatar la historia cercana y regional, las creencias populares, las formaciones de la geología, la antropología y el arte, expresa la conciencia de esa visión del mundo tan distinta a la de nuestro calendario gregoriano. En una de las divisiones se encuentra una maqueta que muestra cómo están conformados los Valles Calchaquíes, y en otras se exhibe la vida de quienes los habitaron, con esculturas muy bien logradas. Si bien hay pocas piezas originales, la sala es llamativa y posee réplicas de elementos que componían el modo de vida, subsistencia y hábitos familiares. El arte funerario también se hace presente, con máscaras y vasijas que se transformaban en urnas de entierro, con un sentido de continuidad de la vida tras la desaparición física de la persona.
Fuente: Página 12 Turismo