Crónica de un viaje a la Patagonia esteparia para remontar la ría donde el naturalista inglés Charles Darwin comenzó a intuir los misterios de la evolución de las especies. Y en la Isla Pingüino, un encuentro con el penacho amarillo en la única colonia continental de esta especie.
Camino a Puerto Deseado, la Ruta Provincial 281 traza una recta perfecta de 130 kilómetros que rasga por la mitad la planicie esteparia. Adelante y atrás, a derecha e izquierda, el paisaje es el mismo: tierra plana, un salpicado de pastos ralos, ningún árbol y ni la más mínima ondulación. Son 360 grados de nada absoluta, donde está todo a la vista, pero no hay nada para ver. Salvo una lengua de asfalto cruzando el infinito frente al parabrisas, para continuar detrás por el espejito retrovisor, donde también se pierde en un horizonte sin fin.
Alguna vez, por esta “nada” cabalgaron en caravana los tehuelches –sus puntas de flecha y boleadoras aún aparecen a los costados de la ruta–, y luego transitaron tras ellos las tropas del general Roca. Exactamente por aquí, a metros de la ruta, fueron fusilados muchos de los peones de la Patagonia Rebelde. Una cantidad asombrosa de historias, batallas y tragedias ocurrió sobre estas tierras, pero el yermo paisaje sigue siendo esencialmente el mismo, salvo por la recta interminable de asfalto donde las ráfagas de viento sacuden el vehículo, haciéndonos “morder” a veces el borde de la ruta.
La recta nos conduce a Puerto Deseado, un lugar que parece concentrar toda la fauna que escasea en la estepa que nos rodea, como un Arca de Noé patagónica donde veremos miles de aves y mamíferos autóctonos con asombrosa cercanía y facilidad.
En la lejanía, entretanto, aparece la primera variación en la monotonía del paisaje: las casas del pueblo de Jaramillo, que desafían la soledad con estoicismo. Allí, el chofer se detiene en la estación de tren abandonada para contarnos que en 1919, en ese lugar, fue traicionado y fusilado Facón Grande –el líder de la revuelta de los maltratados trabajadores de la región– por las tropas del teniente coronel Varela.
La recta continúa y tras su primera curva, en una hora y media de viaje, aparece el inesperado brillo color turquesa de la ría Deseado. A un costado está la ciudad, con sus casas bajas y el puerto de pescadores, que parece un oasis en medio del desierto.
Una de las tres principales excursiones que se hacen desde Puerto Deseado es un paseo en camioneta hasta un sector de la ría Deseado donde un paisaje árido encierra, otra vez, una cantidad de historias aventureras que uno no podría ni imaginarse en tamaña desolación. Una de ellas es tan significativa que de alguna manera ayudó a cambiar el rumbo de la ciencia, la filosofía y la subjetividad modernas: la navegación de Charles Darwin por la ría Deseado.
El 23 de diciembre de 1833, Charles Darwin navegó el curso de este “río extraño” que nace en el mar y corre tierra adentro según las mareas, y más tarde vuelve para atrás, desembocando en el mar por donde llegó. Fascinado por la fauna que iba encontrando a su paso, Darwin recorrió la ría en un bote a remo y vela para acampar en un cañadón. Durante el recorrido –que continuó a pie por las márgenes de la ría– iba registrando todo lo que observaba, mientras su dibujante Martens copiaba en papel los paisajes con islas y salientes rocosas ahora llamadas Miradores Darwin. Hacia allí nos dirigimos en camioneta a través de los terrenos de una estancia. Al llegar a unos acantilados que encierran el cañadón por el que caracolea la ría Deseado, vemos una roca triangular de 20 metros de alto, la misma que dibujó Martens con maestría. Y al descender hasta la ría, el guía comenta que entre las anotaciones de Darwin sobre su paso por el mismo lugar que pisamos, le llamaron la atención tres aves no voladoras como el pato vapor, el pingüino y el ñandú, y de este último notó que su forma iba variando sutilmente en distintos lugares del continente.
El paisaje de los Miradores Darwin –con el hilo de agua de la ría serpenteando entre filosos riscos– encierra como ninguno la mística de la Patagonia esteparia, con sus historias omnipresentes en el aparente vacío. Pero en este caso, excepcionalmente, el panorama tiene numerosos planos con líneas muy definidas que orientan la mirada hacia formas concretas, a diferencia de otros lugares donde la visión desvaría sin rumbo ni nada que atraiga la atención.
Una segunda excursión fundamental se hace por la ría, una navegación en gomón semirrígido que parte desde las costas de la ciudad. El objetivo es observar fauna de a millares.
El primer hombre blanco que navegó la boca de la ría Deseado fue Hernando de Magallanes en la primera vuelta al mundo, que le costó la vida poco antes de terminarla, en 1520. Unas décadas más tarde, el 17 de diciembre de 1586, el corsario inglés Thomas Cavendish entró en la ría al mando de tres naves para reparar sus embarcaciones y seguir viaje hacia el estrecho de Magallanes, buscando el Pacífico. Cavendish fue quien bautizó a la ría con el nombre “Desiré” –como su nave insignia– y de allí surgió la inexacta traducción que llegó a nuestros días como Puerto Deseado. Durante su estadía de doce días, la flota del corsario fue atacada a flechazos por los tehuelches, llamados “patagones” por los europeos.
Hoy en día, el paisaje ya legendario de la ría permanece poco modificado por la presencia del hombre, casi tal como lo vieron los famosos navegantes y con su fauna bien conservada. La ría Deseado es un caso único en Sudamérica de un río cuyo cauce se secó y entre sus márgenes acantiladas ingresó el mar. Al mismo tiempo, en su extremo oeste desemboca en el río Deseado. Para ser exactos, el río Deseado muere antes de llegar al mar y continúa en la ría, que mide 42 kilómetros. En sus profundidades habitan algas gigantes y toda clase de peces, erizos, caracoles y cangrejos.
El gomón con motor fuera de borda arranca a toda velocidad entre los cañadones con acantilados. A medida que avanzamos aparece una sucesión de islas e islotes habitados por comunidades marinas, entre ellas algunas pequeñas pingüineras que albergan apenas 120 parejas, y también otras multitudinarias como es el caso de la isla Chaffers, donde viven unos 40 mil pingüinos mezclados con gaviotas cocineras, gaviotas grises y ostreros negros.
En la isla Elena está la Barranca de los Cormoranes, un acantilado donde anidan más de cien parejas de cormoranes grises, un ave endémica de Santa Cruz. También comparten estos acantilados rocosos con los cormoranes de cuello negro, que se sumergen hasta 40 metros bajo el agua para buscar alimento. Pero la especie más interactiva con los viajeros es la blanquinegra tonina overa, que pasa en grupos de cuatro y cinco como flechas debajo de la lancha. Por momentos, las toninas nos juegan carreras y se colocan justo delante de la proa, dando saltitos regulares para tomar aire a 50 km/h. Luego, en la Isla de los Pájaros desembarcamos para observar el espectáculo familiero de los pingüinos de Magallanes y caminamos entre estas simpáticas avecitas vestidas de frac, indiferentes a las personas que los miran con toda curiosidad.
En Puerto Deseado se encuentra también la única colonia del llamativo pingüino de penacho amarillo que hay en la costa patagónica. Para verlo de cerca hay que tomar una excursión en un bote semirrígido que se interna 25 kilómetros en el mar hasta la Reserva Provincial Isla Pingüino, que probablemente sea declarada Parque Nacional. Allí habita una colonia de penacho amarillo que se forma en los meses cálidos y alcanza los 1400 ejemplares.
Antes de llegar a la Isla Pingüino rodeamos un promontorio rocoso que emerge del mar cubierto por una colonia de unos 2 mil lobos marinos, agrupados en numerosos harenes de machos victoriosos.
Para observar en detalle la intimidad de los pingüinos, desembarcamos –no sin dificultad y sólo los días de buen tiempo– en una punta rocosa de la isla. Primero caminamos entre una pingüinera de la especie magallánica (hay 20 mil de esos pingüinos en esta isla de 600 metros de diámetro) y nos dirigimos a un faro abandonado, levantado en 1903 en el centro de la isla, que también tiene su historia.
En 1578, Francis Drake recaló en la Isla Pingüino para aprovisionarse de huevos, grasa y carne de pingüino. A mediados del siglo XIX, barcos balleneros de Europa y Estados Unidos llenaban barriles enteros con sus huevos y salaban su carne para consumirla en los viajes. Como la caza se tornó muy lucrativa –dejaba tres peniques por cada pingüino–, en apenas tres años fueron muertos a palazos 500 mil pingüinos. También Cavendish hizo de las suyas en la isla, matando unos 15 mil pingüinos. Más tarde, la isla fue sede de la Real Compañía Marítima de Pesca, donde los españoles hicieron su aporte a la depredación.
Luego de atravesar toda la isla, que parece dividida en barrios separados por especie, en 20 minutos llegamos a la colonia del penacho amarillo, que debe su nombre precisamente al penacho de plumas largas que tiene sobre los ojos, a modo de ceja. Los otros rasgos que lo distinguen son los ojos rojos, fuertes uñas en las patas y un poderoso pico rojo-naranja, única arma defensiva de este pingüino que sufre bastante los ataques de otras aves. Su porte es más bien pequeño en comparación con otras especies, con 40 centímetros de alto y un peso de hasta dos kilos. Un aspecto llamativo es su modo de andar a los saltitos entre roca y roca. La distribución mayoritaria del pingüino penacho amarillo no es la costa patagónica –esta es una rarísima excepción– sino las áreas subantárticas y las Islas Malvinas.
En la Isla Pingüino no sólo hay pingüinos con look rockero sino también gaviotas cocineras y grises, ostreros, patos vapor y una gran colonia de skúas que se arrojan en picada sobre los visitantes y a veces llegan a tocarlos. En una playa de este inhóspito paisaje con aires de fin del mundo hay un pequeño apostadero de elefantes marinos y otro de lobos marinos de un pelo. Estos lobos marinos apostados en la playa son, en su mayoría, machos viejos que fueron desalojados de sus harenes por jóvenes briosos en la isla que visitamos al principio. Entre ellos sobresale un descomunal elefante marino, una especie que caza hasta los 800 metros de profundidad. En otro sector se ven los restos de piedra de una factoría de 1780, donde se procesaba grasa de lobos marinos.
Como si no hubiera sido suficiente ver tanta fauna junta, al partir en la embarcación vimos de una sola mirada una islita rocosa cubierta totalmente por una cormoranera abarrotada de esas aves. Y durante la navegación nos hicieron fiesta una veintena de toninas y delfines australes. Haciendo un estimado algo arbitrario con los guías, calculamos que en apenas dos días, cómodamente sentados en una lancha y caminando apenas unos metros, habíamos visto más de 50 mil ejemplares de aves y mamíferos patagónicos, de al menos una veintena de especies. Una experiencia difícilmente realizable en cualquier otro lugar del mundo.
Por lo general se llega a Puerto Deseado en avión desde Buenos Aires hasta el aeropuerto de Comodoro Rivadavia. Estas dos ciudades están separadas por 286 kilómetros asfaltados, y hay buses y taxis que las unen todos los días. Desde Buenos Aires son 2100 kilómetros y se llega por la RN 3 hasta el kilómetro 1995, donde hay un desvío de 125 kilómetros hasta Puerto Deseado.
Más información
Dirección Municipal de Turismo de Puerto Deseado, tel.: (0297) 4870220. Web: www.turismo.deseado.gov.ar
Centro de Información Turística de Santa Cruz en Buenos Aires, Suipacha 1120. Tel.: 4325-3098 / 4325-3102. Web: www.epatagonia.gov.ar
Fuente: Página 12 Turismo