Secretos de enólogos y sabores intensos. En Cafayate, “la otra capital del vino”.
Salta, de noche. Estamos en “La Vieja Estación”, una de las peñas pioneras de la calle Balcarce. Sobre el escenario toca Federico Maldonado, finalista de Operación Triunfo y niño mimado del folclore joven. En las paredes cuelgan fotos en sepia de Cafrune, ponchos y unos sombreros negros que parecen murciélagos gigantes.
“Los salteños somos raros”, me dice por lo bajo Raúl Mazza, un sommelier local, que trabaja para la bodega El Esteco. “Hasta hace poco, en los bares y restaurantes te ofrecían vinos mendocinos antes que salteños”, se lamenta y luego embucha un trago de torrontés helado. “Por suerte, ahora los pibes en las peñas toman mucho vino de Cafayate, jóvenes y de buen precio, tipo Quara. Es que las peñas son muy vineras, sabés, y si los pibes no toman los vinos de acá, ¿quién los va a tomar?”.
Mazza es un salteño bajito y macizo, buena onda, con pinta de lateral izquierdo de Juventud Antoniana. Tuvo un bar rockero en la calle Balcarce, pero no funcionó. Así que decidió sacarle partido a su afición por el vino y, con el tiempo, se convirtió en experto. Controla todo el “quién es quién” de Cafayate: cuál bodega anda bien y cuál no, las peleas familiares de los bodegueros y otras intimidades por el estilo.
“Si vas para allá, tenés que ir a verlo a Mounier”, me suelta. “Es el tipo que domesticó al torrontés, el que modernizó a los vinos de Cafayate”. Pienso en las casi cuatro horas de camino sinuoso que separan a Salta de Cafayate y en los paisajes “lunares” de la ruta, que ahora está averiada por una feroz crecida del río. Pero eso será mañana. Ahora, sobre el escenario hay un bombista que está dándole al parche de forma salvaje, como un poseído. Torrontés y folclore: esto es Salta en estado puro.
Cafayate, al mediodía. Desde la galería de finca Las Nubes se ven los rojos tejados del pueblo, con los viñedos delante, tapizando todo el valle. La bodega de José Luis Mounier está en la zona de El Divisadero, una elevación al sur de Cafayate, que trepa las laderas de la montaña y desde donde se tiene una vista magnífica. La postal es propia de una de esas películas “estetizadoras” de la cultura del vino, tipo “Entre copas”, que tanto hicieron para que las bodegas se volvieran hitos del turismo global.
Entre las viñas pasea un grupo de chicas estadounidenses que no pueden parar de sacarse fotos y comer uvas junto a carteles que dicen “por favor, no comer las uvas”. En la galería están sirviendo empanadas salteñas (con trozos de papa y toneladas de comino), humitas en chala y tamales. Todo regado con vinos de la bodega, que es una de las más prestigiosas de Cafayate. A la hora de los postres –quesillos de cabra con higos y otras delicias en almíbar– su dueño sale de la trastienda y se acerca a conversar.
Mounier es conocido como “Mr. Cafayate” y para muchos es el gran responsable de que este pueblo perdido en el medio de los Valles Calchaquíes sea hoy la segunda capital del vino argentino. Hay bastante consenso en que este enólogo mendocino, que lleva más de 20 años viviendo en Cafayate, fue quien logró convertir al áspero torrontés en un vino elegante, capaz de sentarse a la misma mesa de blancos refinados como el chardonnay, el sauvignon blanc o el chenin.
“Al torrontés había que echarle un cubito y soda para que bajara bien”, recuerda Mounier. “Se lo dabas a probar a un francés y te fruncía la boca, te decía que era muy fuerte, muy áspero”. Gracias al buen hacer de Mounier y otros colegas que transitaron caminos similares, Salta no renegó de su cepa emblemática –que solía asociarse con vinos populares, nada de glamour– y la transformó en la seña de identidad de su inserción en las grandes ligas del vino.
“Acá todo tiene más sabor, no sólo las uvas, también el orégano, los tomates, las empanadas... Es por el sol y por la altura. Y por eso nuestros vinos suelen ser más intensos. Tienen un alma especial, que solamente se da acá y a eso no hay que renunciar, sino todo lo contrario, hacerlo valer”.
Cafayate, al atarceder. Los últimos rayos del sol entibian las parras de Amalaya, la nueva bodega de Donald Hess, también situada en la bellísima zona de El Divisadero.
Donald Hess es millonario. Pero millonario en serio. Nacido en Suiza y vecino de Londres, es uno de los más importantes coleccionistas internacionales de arte. Tiene bodegas en medio mundo y hace varios años posó su vista en Cafayate, donde estableció Colomé, una bodega de vinos de alta gama que cuenta con una coqueta casa de huéspedes y un museo dedicado a James Turrel, el célebre artista estadounidense que construye sus obras con luz.
El año pasado compró una bodega de la tradicional familia Muñoz, y allí creó Amalaya, en la que elabora vinos que están un poco más al alcance del común de los mortales. Amalaya es un claro ejemplo de bodega de última generación, moderna y sofisticada, y recorrerla permite conocer el rostro de las bodegas del siglo XXI. Olvídense de los viejos toneles de madera tamaño “Titanic” y de los vahos a vinagre. Amalaya es un laboratorio de precisión, en el que da pena entrar con zapatillas sucias.
No hay nada como visitar una bodega en tiempos de vendimia. Es como estar en la cocina de un restaurante en plena hora de la cena. Se ve la forma en que cobran vida las cosas. Se ven los camiones descargando las uvas y las miles de botellas que aguardan el momento de ser llenadas. Paseando entre relucientes tanques de aluminio, nos dan a probar un riesling que tiene apenas siete días de vida. Es apenas poco más que un jugo de uva, turbio y dulzón, pero ya se siente el cosquilleo del azúcar transformándose en alcohol.
Al final del recorrido, pasamos a una sala de degustación donde, en enormes copones de cristal, probamos los vinos de Amalaya. “Este tiene mucha miel”, comenta una periodista muy especializada, entornando teatralmente los ojos. “Y claramente hay jengibre en el final”. Recuerdo, de pronto, lo que decía Mounier sobre los sabores en Cafayate. En el copón de cristal brilla un torrontés de intenso tono ambarino. Es muy fresco. Es un buen vino. Un muy buen vino. Un vino bien de acá.
Fuente: Clarín Viajes