El otoño realza los paisajes patagónicos, vistiendo Bariloche y sus alrededores de múltiples tonalidades. Un paseo por el Nahuel Huapi, la isla Victoria y el Centro Cívico, bajo el mágico reflejo de los ocres, rojos y verdes intensos que se desprenden de los bosques, en contraste con los blancos y azules de montañas y lagos.
Abril y mayo, en el corazón del otoño, son probablemente los meses más lindos del año junto con los de primavera, septiembre y octubre. La temperatura amigable y las variaciones de texturas y tonos transforman los lugares al aire libre en nuevos escenarios. Y si hay un lugar turístico para sentir en todo su esplendor esa paleta de colores, ese sitio es Bariloche. Que si bien consagra como emblema la amarilla flor del amancay, bien podría tener como sinónimo al multicolor liquidámbar. Desde las calles principales hasta los caminitos internos que bordean límites y cruzan los grandes lagos, Bariloche vive un momento ideal para disfrutar sobre todo con los ojos, y aprovechar precios que hacen más accesibles sus clásicas salidas.
De entrada, es casi inexplicable el cambio de aire que se siente al pisar Bariloche. La pureza es tal que se respira con una sensación de hondura mayor, mientras los ojos se debaten entre montañas de picos nevados, lagos, arroyos, cascadas y bosques renacidos en este tiempo intermitente entre el verano y el invierno.
Bariloche cuenta, además, con una organización que permite encontrar en pocos kilómetros todo lo necesario para pasar una estadía perfecta. El dinamismo del centro y los servicios turísticos de nivel internacional se complementan con las recetas caseras y una arquitectura en madera y piedra que no pierde la esencia de pueblo alpino, sobre todo en cabañas, hostels y paradores que nacen del Centro Cívico hacia las afueras. Esos sabores y construcciones son un vivo recuerdo de los inmigrantes suizos y alemanes que arribaron en la primera mitad del siglo XX, cuando la incipiente San Carlos daba sus primeros pasos. Otro legado son las exquisiteces centroeuropeas que se pueden conseguir en los centros comerciales o en las pequeñas despensas de la Colonia Suiza, donde siempre hay un tazón de chocolate artesanal o dulces caseros para combatir los fríos que se avecinan.
En otoño, Bariloche ofrece el clima perfecto para realizar un amplio abanico de actividades de aventura o outdoor, que van desde el trekking a las travesías en bicicleta y 4x4 en paisajes siempre cambiantes. Otras excursiones invitan al montañismo y los recorridos lacustres por el Nahuel Huapi y sus islas, visitando las playas del lago Moreno, el Mascardi y el Gutiérrez. En todas las variantes hay un denominador común: estas semanas Bariloche adquiere el encanto de algunos árboles, como la lenga y el ñire, que poco antes de dejar caer sus hojas con las primeras nevadas cubren las cercanías con tonalidades que van desde los rojizos a los anaranjados y amarillos. Mientras tanto, el viento invita a los álamos a dejar sus huellas doradas en el piso, y algunas islas ofrecen caminitos acolchonados de las pequeñas y cobrizas hojas del coihue.
El gran clásico local son las salidas lacustres, empezando por la navegación sobre el Nahuel Huapi hasta la isla Victoria y el Bosque de Arrayanes, en pleno Parque Nacional. Primero hay que llegar a Puerto Pañuelo, bordeando el lago en dirección norte hasta donde esperan las embarcaciones, estacionadas en muelles de madera vieja. Una de ellas es el catamarán Cau Cau, de dos cubiertas y 278 plazas, que lleva a los pasajeros hasta la isla Victoria en poco más de 40 minutos. Allí dan la bienvenida, junto a los guías, senderos de frondosos abedules, abetos, aromos, pinos, eucaliptos, robles y sequoias, especies exóticas traídas de Europa y Estados Unidos con el sueño de crear un gran vivero de plantines que abasteciese toda la Patagonia. También hay rastros de fauna autóctona, con ejemplares como el ciervo enano y una amplia gama de aves que alborotan los recorridos. Además de su belleza natural, la isla tiene una confitería y un nuevo museo, junto a la vieja casa de Aarón Anchorena, uno de los primeros pobladores. Hacia la parte más elevada del acantilado, una nueva construcción preserva los aires de la antigua Hostería Nacional Isla Victoria, que se incendió en 1982.
Tras un rato de descanso, se parte sin prisa hacia el Parque Nacional Los Arrayanes, que abarca toda la península de Quetrihué (1840 hectáreas). Ahí mismo está el famoso bosque, sobre la margen norte del Nahuel Huapi: una formación arbórea única en el mundo, que por momentos apenas permite filtrar los rayos de luz. Es curioso ver sus frutos negros, que maduran también en esta época, producto de las muchas florcitas blancas que hacia fines del verano llenan ramas, ramillas y los troncos centenarios. En esta Reserva Natural de Flora Autóctona y Exótica se realizan dos paseos de entre una y dos horas de duración, por un sendero enmarcado y con ascensos y descensos permanentes. Ambas caminatas concluyen en una acogedora cabaña-restaurante, para luego despedirse de esta mágica arboleda que muta del dorado al canela, según quiera la luz.
Las 55.000 hectáreas del Nahuel Huapi son el centro de las 705.000 que abarca el Parque Nacional creado en 1922 a partir de la donación del perito Francisco Moreno. De gran valor ecológico y paisajístico, la reserva ofrece actividades náuticas, playas tranquilas e ideales para el picnic ocasional, unos mates al atardecer o la posibilidad de acampe en sectores permitidos. Cuando cae la noche, las luces que llegan del centro les otorgan a los alrededores una onda de pueblo, familiar y pacífica, con el encanto inconfundible del fresco de montaña.
Durante el día, esas manzanas son el centro de partida para el imperdible Circuito Chico, que da un breve pero fenomenal primer vistazo de lagos, montañas y la tupida vegetación presente en cada uno de los “cuadros patagónicos” donde se para. Un punto fuerte del recorrido llega a mitad del tramo con el Punto Panorámico, con el mítico hotel Llao-Llao de fondo. Mientras tanto, la improvisada feria artesanal suele ofrecer desde salamines y quesos caseros hasta manualidades en madera dura, pasando por la clásica foto con los perros San Bernardo.
Camino arriba sigue el cementerio del Montañés, Lavanda Meli Hué y las Cartas, el lago Moreno y la laguna El Trébol, pero allí vale salirse un poco del plan y desviarse 25 kilómetros del centro hacia la pequeña y silenciosa Colonia Suiza, reino del sabor de lo hecho a mano, donde se ofrecen dulces regionales y repostería casera. El arroyo Goye y una diminuta capilla para no más de 15 personas son dos puntos cardinales de un paraje accesible durante todo el año, ideal para recorrer en familia o en grupos de mochileros. El lugar es también punto de partida para conocer laguna Negra y el cerro López, dos recomendados de la zona que cuentan con varios senderos bien marcados para ascender sin perderse. Claro que, si de altura se trata, aquí aparece el imponente cerro Tronador, un vigía de 3478 metros: pasión de montañistas, se puede acceder por la base en la ruta 258, tras bordear el lago Gutiérrez, el Mascardi y un desvío sobre el río Manso, camino de la cascada Los Alerces. Desde luego hay que dar aviso y cumplir para con ciertas reglamentaciones de seguridad, que establecen un ascenso/descenso al cerro con horario. Una vez allí las opciones van desde la belleza de pie del cerro hasta la travesía en busca del famoso ventisquero Negro, además de la posibilidad de seguir camino hacia donde “truenan los dioses”, como creían los pobladores originarios. Desde allí arriba, la diminuta urbanización de la ciudad se abre camino entre manchones azules del agua y colores que conforman un verdadero arco iris otoñal.
Fuente: Página 12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/turismo/9-1798-2010-05-16.html