Los colonizadores erradicaron la quinoa, que ahora regresó. Las vísceras llegaron al menú con los esclavos, que comían lo que descartaban los criollos. Y el peronismo incorporó la carne.
Si, como dice el saber popular, somos lo que comemos, la identidad argentina se forja también a través de su cocina. Y recorrer la gastronomía del país es un viaje para el cuerpo y el alma. Las costumbres culinarias originarias comenzaron con los primeros colonizadores, siguieron con las corrientes inmigratorias de fines del siglo XIX y continuaron en el siglo XX con la llegada de peruanos, chinos y africanos, entre otros. En realidad, en las diferentes regiones argentinas se amplía la tradición, que, a pesar de lo que dice el Martín Fierro, incluye mucho más que “(...)la carne con cuero, la sabrosa carbonada, mazamorra bien pisada, los pasteles y el güen vino”. Para encarar la travesía, conviene empezar, como en toda buena historia, por el principio.
Según Víctor Ego Ducrot, periodista y autor de numerosos libros sobre la historia gastronómica argentina, “aquí, la cocina es hija de la pobreza. Y es anónima: se funda en lo más profundo de la organización social”. Y va aún más allá: “Además de las gastronomías regionales, nuestra cocina es el asado de la obra en construcción; los saberes y las recetas que trajeron los inmigrantes y las millones de cocineras anónimas que todas las noches pusieron y ponen un plato de comida en sus mesas. Además, con el peronismo, la proteína animal se incorporó a la dieta cotidiana de los obreros. Los asados urbanos –de ellos se trata– no tenían precedente en otros lugares del mundo”, dice.
En realidad, “todo comenzó mucho antes, incluso antes de la llegada de los españoles”, agrega. En 1810, el comer habitual de la Argentina “se resumía en un par de platos. En los pequeños centros urbanos, todos los días, lo cotidiano era la olla podrida, lo que nosotros llamamos hoy puchero. De tanto en tanto, se agregaba algún maíz en forma de mazamorra, gallina y frutas, especialmente las que llegaban desde el Litoral. En las zonas rurales, y hacia el norte, lo que más se consumía era el locro. Y en la zona de la Mesopotamia y el Litoral, la dieta era un poco más variada: incluía pescados, frutas subtropicales –como palmitos, guayaba y mamón– y maíz y carnes autóctonas”, enumera. Otros expertos, como la cocinera Pía Fendrik, coinciden en que “la cocina argentina es sinónimo de mesa familiar, porque surge de las preparaciones más sencillas y con ingredientes que cualquiera puede conseguir y hacer en su casa. Es el resultado de una mezcla como la sociedad argentina: de distintas inmigraciones”, dice. Para ella, es imposible definir platos típicamente argentinos, como el locro, la carbonadas o las empanadas. Incluso el asado, que varía la carne, la forma y el tiempo de preparación según quién lo haga. “Basta con mirar las infinitas recetas que cada abuela o madre transmite a las generaciones que le siguen”, asegura.
Además del asado –ya nos ocuparemos de ello–, pocos discuten que el Noroeste argentino es una de las regiones gastronómicas con las que la Argentina más se identifica en el mundo. Para el chef e investigador culinario Sergio Latorre, que lleva adelante la cocina de El Manantial del Silencio, en Purmamarca, “la cocina ancestral de la cultura andina, ésa que se aprende de generación en generación, es la que compartimos con la región: el sur de Perú, el norte de Chile, Bolivia. Sólo que, en cada lugar, los mismos platos se llaman de manera diferente, con algunas variaciones. Los solteritos –ensaladas muy sencillas con variaciones de ingredientes– tienen nombres distintos, y el locro en Perú sólo cambia una letra: allí es rocro”.
En los Andes del Sur, como prefiere denominarlos, son comunes los ajíes de lengua y los picantes de gallina, todos con distintos nombres. Estos platos provienen “de la influencia de los negros que estuvieron trabajando en el Virreinato. El criollo no usaba las vísceras, y los negros empezaron a usar esas partes que los criollos descartaban. La carne no llegó hasta la época de la Colonia. Se comía cuis, guanacos y llamas, pero sólo cuando no servían demasiado a los fines para los que se criaban: lana y carga”, cuenta.
Especialmente en Jujuy, Salta y el norte de Tucumán, pero también en Catamarca y La Rioja, la comida se basa en ingredientes como la papa –en todas sus variedades–, el maíz y la quinoa –un cereal que, con la llegada de la conquista española, se dejó de usar y ahora está en todas las cartas de los restaurantes modernos que se precien. También el amaranto, las habas, la cebada, y el cordero –que no eran productos típicos de la región, pero que allí llegaron a través de los distintos viajes de los españoles– y la alfalfa, el trigo y los guisados, que no faltan en ninguna casa andina. Y los viajeros que llegan a esas latitudes no se van “sin llevarse un poco de té de muña muña, o una bolsita de hojas de coca”, asegura.
En la Mesopotamia y el Litoral –desde Misiones hasta Entre Ríos, pasando por Corrientes y Formosa– lo propio son los productos que provienen del agua. “Se trata de una región donde los ríos determinan a los habitantes que nacen, crecen y viven a su vera”, dice Fendrik, autora de Cocina Argentina. Con influencias de Brasil y Paraguay, con quienes comparte la utilización de productos como la mandioca y los cítricos, la gastronomía se nutre especialmente de pescados como el dorado, el surubí, el pacú, la boga, el sábalo, el pejerrey, la corvina y la tararira, entre otras tantas especies que “abundan en las cuencas del Paraná, el Uruguay y sus afluentes”, enumera. También el uso de la yerba mate, la bebida emblemática de los argentinos, se ha extendido y ha fanatizado a propios y extraños más allá de las fronteras del país.
“La historia del asado es graciosa: aunque resulte inconcebible, aquí no se comía carne. El ganado vacuno –que aquí no existía, llega en 1556 desde Brasil–, recién se reproduce indiscriminadamente al encontrarse con la maravilla de nuestra Pampa”, rememora Fendrik. Según Latorre, “lo primero que comen los gauchos fue la lengua, porque en un puchero es lo que más blando queda, y hoy, ningún argentino concibe su vida sin comer carne de vaca”, dice. Además de las perdices y las vizcachas, que se consumían asadas, las grandes llanuras pampeanas de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, La Pampa y San Luis producen la mayor riqueza agrícola y ganadera del país. Además de los cientos de tipos de asados –y formas de prepararlos– , los productos lecheros de esa región están en los gustos más arraigados de los argentinos, y los turistas: “¿Alguien puede decir que vino aquí si no compartió un asado, probó quesos o se llevó un frasco de dulce de leche?”, se pregunta la cocinera Fendrik. Obviamente, también está el vino, que viene en su mayor parte de las generosas vides mendocinas –con el Malbec como cepa emblemática–, pero también se reproduce en el Norte y en algunas provincias patagónicas.
La Patagonia es, qué duda cabe, una de las zonas más bellas –y más visitadas– del país. Y allí, la gastronomía también tiene una mirada propia, enriquecida por los inmigrantes alemanes, suizos, ingleses y galeses que se establecieron en las regiones más inhóspitas de la estepa. Además, por supuesto, de los elementos autóctonos: “Los mapuches usaban mucho el piñón de la araucaria, un fruto que hoy no está muy difundido en nuestra cocina, pero que tiene altísimas propiedades nutricionales”, cuenta Fendrik. “La alimentación de los pueblos originarios patagónicos era muy variada y tenía muchos insumos. En Tierra del Fuego, los yámanas usaban caracoles, hongos, mejillones, truchas y centollas. Como eran muy pocos, su cocina perdió fuerza y se transformó”, cuenta. Los onas vivían del pescado y su recolección. Y ambos dependían de las ballenas: comían su carne, usaban su grasa y sus pieles.
Pero la nueva estrella de la cocina patagónica es, sin duda, el cordero, un elemento que para Francis Mallmann, no es ninguna novedad. “La cocina del Sur es fantástica. Es una zona que, geográficamente, es dramática y con pocas posibilidades. Enormes territorios, sin tierras ricas... y el hombre plantó, regó y cultivó, y hoy salen de allí materias primas increíbles”, se apasiona. De Río Negro, Chubut y Santa Cruz, elige “los chivos, las papas, las verduras y las frutas de altura, que hoy se usan en todas las preparaciones gourmet, como las bayas, la rosa mosqueta, las frutillas, las grosellas, las moras, los arándanos”, enumera. Y, poeta, advierte: “En ningún otro lugar, un elemento tan feo a simple vista como el membrillo produce aromas y sabores tan maravillosos como cuando se cocina. Esa es la verdadera esencia de la cocina patagónica”.
A fines del siglo XIX, la Nueva Revista de Buenos Aires publicó: “Por la mañana se desayunaba apaciblemente, se almorzaba después, enseguida venía esa pesadilla de los muchachos llamada siesta, y muy buena (...) sobre todo para ayudar a la digestión. Entre los desperezos llegaba el mate, (…) y a la hora de cenar el buen hervido, la sabrosa carbonada, el infalible asado de vaca hecho a la parrilla con ensalada de lechuga, se bebía una taza de leche hervida, medio vaso de carlón puro, y después de darse las buenas noches, a la cama sin pérdida de tiempo”.
Para Víctor Ego Ducrot, “la cocina urbana porteña es la cocina cocoliche, la que nace en el conventillo y que aún domina todo, a pesar de la avalancha de restaurantes dedicados a gastronomías étnicas y nuevos estilos –fusión o molecular, etcétera–”, asegura. La capital argentina es, además, la tercera ciudad del mundo donde más pizza se consume, y que mejor ha incorporado hábitos italianos, (pastas, aperitivos y picadas). ¿Y el único plato industria cien por ciento porteña?: “Aunque usted no lo crea, el revuelto gramajo”, revela el experto.
Fuente: Diario Perfil