La inabarcable planicie de las Salinas Grandes es la mancha blanca de la Puna. Como un desolado respiro que impone una escala, las 12 mil hectáreas salpicadas por piletones y montículos de sal interrumpen la abrumadora geografía de cerros que colorean y decoran la porción occidental de Jujuy.
La sensación de Fin del mundo que irradia este territorio inusual surge con fuerza bien abajo del techo de la enmarañada Cuesta de Lipán: a 4.170 metros de altura, la vista se pierde en un plano absolutamente blanco, tajeado al medio por la ruta 52. En su solitario derrotero hasta el paso internacional de Jama, el camino parece capaz de avanzar frente a cualquier obstáculo que le oponga la topografía andina.
Si el profundo silencio dominante en las Salinas admite el rumor de los turistas de a pie o en vehículos y del viento -que zumba pero no lastima-, la quietud es total en el caserío de adobe y piedra Pozo Colorado. Es la hora de la siesta y hasta Santiago Lamas y su manada de camélidos están entregados al descanso. No queda otra opción que esperar una hora para compartir con diez turistas la Caravana de Llamas, una aventura de trekking que culmina en el corazón del gran salar venerado por los pobladores collas. Serán tres horas hasta el regreso, iluminados por los últimos destellos del sol.
La primera voz que se escucha después de un rato en 50 km a la redonda es puro afecto: "Tata, kepete a la guagua" ("Papá, lleva la beba al hombro"). De a poco, estas expresiones casi imperceptibles -simbiosis de castellano con quechua y aymara- surgen alrededor de la iglesia de adobe y techo de tola, gastada por el viento y las lluvias.
El guía apronta el equipo, antes de la partida por una angosta senda, apenas un surco poceado sobre el suelo seco, endurecido por el salitre. Carga las alforjas con abrigos de lana, panes caseros, agua, té, queso de cabra, una carpa y protector de piel.
Cada uno de los visitantes toma la soga del animal asignado, decidido a llevarlo como celoso guardián durante la travesía. Pero, tras los primeros pasos entre yaretas, carrizos, tolas y pocas señales del suelo salino, queda claro que serán las llamas las encargadas de conducir, a través de un trayecto que conocen al detalle.
Siguen adelante después de soportar una serie de relinchos, el insulto que les disparan grupos de vicuñas súbitamente alteradas mientras pastan. La llama insignia de Lamas decide responder a la afrenta con un sonido sordo y es imitada por sus compañeras.
El cruce tenso es festejado por los turistas, que recién dejan de ocuparse de las llamas una hora y media después de haberse alejado del pueblo fundado hace cien años por los abuelos del guía. Al paso de la caravana, las Salinas Grandes empiezan a corporizarse en charcos de agua rectangulares, cavados por las hachas y barretas de los mineros. Es el momento de alzar la vista y las cámaras de fotos para dejarse obnubilar por la interminable extensión que se ensancha y alarga alrededor.
Acaba de llover y la sal cristalizada es raspada y acumulada en pilones por las máquinas. Atronan los motores de los camiones, que cargan el mineral a granel para llevarlo a purificar y refinar. En una silenciosa procesión, los pobladores de la región se acercan a comprar sal en panes o a trocarla por frutas, verduras o maíz.
Algo más alborotada se percibe la atmósfera que circunda a los artesanos, fantasmagóricas figuras uniformadas por gorros, pasamontañas, bufandas y anteojos oscuros. Frente a sus piezas talladas, los turistas parecen confundidos por el encuentro con este lugar extraño. Acarician las esculturas con la mirada extraviada, danzan descalzos en los piletones y ensayan piruetas imposibles para manifestar la sorpresa. Hasta que el sol empieza a perder fuerza y las llamas, fieles a su guía, se los llevan de regreso a su mundo. Sin ningún apuro.
Fuente: Clarín Turismo
http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2010/05/02/v-02190036.htm