A solicitud del gobernador Hernandarias, a mediados de abril de 1608, llegaron al Río de la Plata ocho jesuitas que a los pocos días continuaron viaje hasta Córdoba. Sin embargo, no pasaron dos meses cuando los hijos de Ignacio de Loyola se establecieron en Buenos Aires. Cuando don Juan de Garay repartió los solares reservó para sí la manzana ocupada actualmente por el Banco de la Nación Argentina (Rivadavia, Bartolomé Mitre, Reconquista y 25 de Mayo) y el lote mejor ubicado para el adelantado don Juan Torres de Vera y Aragón. Ese solar estaba delimitado por las calles Balcarce, Defensa, Hipólito Yrigoyen y Rivadavia, por lo que la plaza mayor sólo estaba dispuesta a ser la ubicada frente a la Catedral y el Cabildo. En 1608 como el predio no lo había ocupado su beneficiario, el gobernador y los cabildantes se lo otorgaron a los padres de la Compañía de Jesús. En la mitad del solar construyeron una casita de adobe y paja, y poco tiempo después una capilla provisoria con los mismos elementos, como eran todas las casas y aun los templos de la modesta ciudad.
El templo fue puesto bajo la advocación de Nuestra Señora de Loreto, pero en marzo de 1610 llegó a Buenos Aires la novedad de que el papa Pablo V había beatificado a San Ignacio de Loyola el 27 de julio del año anterior.
La elevación a los altares del fundador de los padres jesuitas dio motivo a solemnes celebraciones, que encabezó y promovió el gobernador don Diego María Negrón, quien mandó ocho días antes enarbolar sobre la iglesia las banderas y los estandartes de la ciudad y sus navíos; a la vez que repiques de campanas tres veces al día, los que eran correspondidos por los de la iglesia mayor y los conventos, resonando en los intervalos el estruendo de seis piezas de artillería, además de música. No faltaron fuegos de artificio, una encamisada (en la milicia antigua especie de mojiganga que se ejecutaba de noche con hachas, para diversión o muestra de regocijo) a la que no desdeñaron entrar el gobernador Negrón y su antecesor Hernandarias.
Los oficios religiosos fueron con toda la solemnidad litúrgica y al día siguiente comentó el padre Lozano: "Como si faltase regocijo, dispuso el Cabildo que se corriesen toros en la Plaza Mayor y a este juego siguió el de cañas, que jugaron sesenta personas, la mitad vestidos con libreas a la española, y la otra mitad disfrazados y pintados como indios, en caballos sin sillas, pero con singular destreza, que con haber mantenido el juego más de dos horas, ni cayó alguno, ni sucedió algún desmán. Concluyeron con una escaramuza muy para vista, y acercándose todos en gran orden delante de nuestra Iglesia, los que habían jugado en disfraz de indios, corrieron también allí algunos patos, causando admiración a todos ver, así a los jinetes, como a los caballos, que parecían incansables, aunque aquellos corrían con gran incomodidad".
El testimonio corresponde, en realidad, al sacerdote jesuita Diego de Torres, quien lo informó el 16 de junio de 1610. Lamentablemente el documento no se encuentra, pero fue rescatado hace más de dos siglos por su hermano en la religión, Pedro Lozano.
Esta es la primera corrida de patos documentada celebrada el 10 de mayo de 1610 en la ciudad de Buenos Aires y en nuestro territorio, por lo que nuestro deporte nacional celebra sus cuatro siglos.
A pesar de bandos, decretos y leyes prohibiéndolo, ha llegado a nosotros y Bartolomé Mitre mismo, que sin duda lo vio jugar cuando su padre lo envió a la estancia de don Gervasio Rosas, a conocer las tareas de campo, le dedicó unos versos titulados "El Pato, Cuadro de Costumbres".
Fuente: La Nación
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