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Publicado: 28/06/2009
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Fuente: La Capital Turismo

Todos asocian el ascenso a las Sierras Grandes con el ya mítico y renombrado trekking al cerro Champaquí, el más alto del cordón. Pero pocos saben de esa cumbre apenas más baja, bastante más exigente y, por ciento, mucho más atractiva: la del cerro La Totora. Y aunque parte del trekking recorre el mismo camino que lleva al “techo de Córdoba” (de hecho, se para en los mismos refugios) el desafío de esa pared empinada recubierta por tramos de nieve y hielo, el ascenso entre las rocas que se resisten al paso del caminante y esa cumbre tan pequeña como panorámica hacen de la experiencia una aventura inolvidable.

De lejos se lo ve y se lo reconoce incluso antes que al Champaquí. Desde algunos ángulos hasta parece más alto, y sobresale del resto de los cerros por lo empinado. Tiene forma cónica y está escoltado por dos formaciones rocosas más pequeñas, que le dan al conjunto el aspecto de tres bonetes, donde uno (La Totora) sobresale definitivamente de sus linderos. Llegar a esta cumbre de 2.620 metros, ubicada a casi cinco kilómetros al norte del Champaquí, puede llevar tres días: uno de ascenso al refugio en el Valle del Tabaquillo, uno para alcanzar la cumbre y retornar al refugio, y media jornada para la vuelta, el último día. Pero también puede hacerse el Champaquí por el cerro Los Linderos, bajar al refugio y encarar después La Totora, una opción que dejará conforme a cualquiera, aunque extenuado a más de uno.

Desde el bosque

La aventura empieza en Villa Alpina, un pequeñísimo poblado ubicado aproximadamente a 1.300 metros sobre el nivel del mar donde sobresalen un hotel, algunas construcciones aisladas y una postal de la serranía y los pinares como pocos rincones ofrecen.

El trekking atraviesa primero un bosque de pinos, que nada dice del descampado rocoso que vendrá después. El camino está bastante delimitado. Una tranquera y un delgadísimo curso de agua son los pocos obstáculos que se interponen en ese trayecto rodeado de árboles que dan un clima distendido.

El bosque termina y, de a poco, va apareciendo el paisaje de la sierra: el camino apenas marcado sobre la piedra, la paja brava que después irá desapareciendo, la pendiente cuesta arriba, las paredes de feldespato erosionadas por el agua, el cuarzo esparcido a los costados del camino, el reflejo del sol en los pedazos de mica y, sobre todo, la imponencia del Valle de Calamuchita a las espaldas, cada vez más grande y panorámico a medida que se asciende. Allá, el dique Los Molinos, al costado, Embalse Río Tercero; al sur, el espejo de agua de la central hidroeléctrica de Cerro Pelado; al norte, el camino que serpentea entre Villa General Belgrano y Villa Alpina. Desde allí parece verse todo, pero hay más para ver.

Son 14 kilómetros de caminata, y unos 800 metros de ascenso. Avanzan las horas y las mochilas pesan, pero la pared de La Totora se vuelve cada vez más nítida, más desafiante, empiezan a verse las manchas blancas de nieve que al día siguiente se estarán pisando irremediablemente.

La primera meta

La llegada al Valle del Tabaquillo, donde se levantan los refugios de montaña, la escuela y la casa de Doña Nena, da la sensación de la primera meta cumplida. El cansancio se impone y el cuerpo pide a gritos ese mate cocido caliente con pan y mermelada que lo espera en el refugio.

El valle, a 2.100 metros sobre el nivel del mar, es un pequeño mundo dentro de ese mundo que son las Sierras Grandes. Allí, el caminante siente que está metido en el medio de la montaña, que ya no hay marcha atrás. Es mirar el bonete y prepararse para el descanso.

En ese momento conviene no pensar en el día siguiente, el agotamiento es tramposo y llama a la tentación del refugio.
Aunque mañana será otro día, todavía faltan la cena: abundantes fideos con estofado, muchas calorías para reponer las que se fueron perdiendo en el camino.

La vida en el refugio

El refugio de Sergio González es pequeño, tiene un ambiente donde se despliegan dos tablones con sus taburetes. Es el lugar para la comida y para el encuentro, la charla, los planes de una nueva expedición, las verdades y los mitos del Aconcagua (tema insoslayable en cualquier trekking), la indumentaria de montaña, y las historias personales, las anécdotas, los chistes, la charla frívola y serena.

Cerca de allí se levanta otro refugio, el que fuera de su padre, Ramón González, con un comedor considerablemente más grande, una despensa de la que se sirven los que paran en otros lugares, y capacidad para 200 acampantes. Del otro lado del río, el de los Escalante será después uno de los últimos en perderse de vista.

Las dos habitaciones del refugio tienen sendas hileras de cuchetas, una pegada a la otra. Cada excursionista va ubicando su bolsa de dormir sobre un colchón y sus “petates” al pie de la cama.

La noche ya es profunda, las caras están quemadas por el sol de la travesía y los ojos a media asta. Pero el que se anima a desafiar el frío de la sierra todavía puede disfrutar de un cielo que no va a ver en ninguna ciudad, uno de los más diáfanos del continente. Tanto que hay que caminar hacia la oscuridad para cerciorarse de que esas manchas blancas que contrastan con el cielo son efectivamente la Vía Láctea y no nubes.

La lámpara externa del refugio ofrece apenas unos metros de luz; después, la noche es profunda y la negrura absoluta.

Camino al cerro

Amanece en el Valle del Tabaquillo, conocido así por el árbol que crece en la región. Hace frío, la helada todavía se siente afuera. Se desayuna y no hay mucho tiempo para estirar las piernas. Hay que partir.

Ya no es necesario llevar las mochilas cargadas a full, si el día está bueno ni siquiera habrá que pensar en una muda de repuesto. El camino será arduo y exigente, pero la espalda viaja aliviada.

El cerro es hacia al norte. Hacia el oeste irán los que se animen al Champaquí, que se levanta bien enfrente de los refugios. Pero esta aventura es distinta.

Ya se sabe que habrá que llegar al puesto Marcos Domínguez, transitando un sendero que algunos llaman “La avenida”. El camino es una pendiente pareja, bastante cansadora pero sin sobresaltos. De a poco se van dejando atrás los refugios, que aparecen cada vez más pequeños. Aquellas casitas se van convirtiendo en una referencia de lo que ya se transitó, y serán a la vuelta una meta ansiada.

La vivienda de Jorge Pereyra (el puesto de Marcos) es una construcción en U que mira desde todos lados a un patio. Allí tampoco faltan el tablón y la banqueta. Ya se caminaron algo más de siete kilómetros y se ascendieron unos 200 metros más.

La casa está en un descampado cubierto de césped. Mirando hacia el cerro se ve una parte muy lisa. Unos troncos forman dos hileras paralelas muy prolijas sobre una pista cuidada. Nadie pregunta, pero no falta el que sospecha que se trata de una buena pista para cuadreras. Más allá pastan las ovejas y los caballos.

Allí los perros son más desconfiados que en los refugios: tienen que cuidar el ganado y saben por olfato e instinto del peligro del puma. Muy de lejos se escuchan unos rugidos afónicos: son las 4X4 y los cuatriciclos que, a su manera, también le hacen frente a la montaña inexplorada.

El ascenso

Termina el descanso y es hora de emprender el ascenso propiamente dicho. Se bordea una quebrada que deja ver en la pared opuesta algunas cuevas.

A medida que se avanza, el ascenso se vuelve más dificultoso. A esa altura es imposible no pisar la nieve, la pendiente se hace más empinada y el hielo es traicionero. Hay que tener cuidado, ir viendo las huellas de las pisadas del que va adelante. La atención se agudiza, la fila india se hace disciplinadamente y cada vez se habla menos. El camino a La Totora es donde el hielo tarda más en derretirse y donde la nieve dura más tiempo.

El fin de la quebrada no sólo se ve en el cambio de la morfología del lugar. Como un punto de referencia, se levanta ahí una roca en forma de hongo imposible de soslayar.

Finalmente, la pared que desde varios kilómetros atrás se mostraba desafiante se levanta a los ojos del excursionista. ¿Dónde está el camino? Es la primera pregunta. En rigor, no hay camino, lo va haciendo el guía en el mismo ascenso.

Llegar a la cumbre ya requiere de la ayuda de las manos, hay que agarrarse de las rocas más altas para permitir que los pies ganen los “escalones” que se improvisan en las piedras. La forma de ascender cambia y a veces no conviene mirar hacia atrás (cuesta entender cómo será el descenso). El guía ordenó guardar las cámaras de fotos. No hay que distraerse. Esa última subida no se compara con nada de lo que se hizo hasta el momento.

Finalmente, la cumbre, un techo de pocos metros cuadrados sobre una formación cónica, donde no entran muchas personas, y en la que sólo basta girar sobre el eje del propio cuerpo para llevar la vista los 360 grados.

La Totora ofrece como ningún otro cerro la sensación de una cumbre de Alta Montaña. Como emblema, la cima alberga una pila de rocas que ya se ha vuelto estandarte, imagen de reconocimiento.

Llegan las felicitaciones, los abrazos, el lamentar que no todos hayan querido llegar hasta el final. Y el pararse un momento a mirar el horizonte circular: el Champaquí cercano, el valle de Calamuchita con sus embalses, Traslasierra, Villa Dolores, Mina Clavero, el Nono, el dique La Viña, y más allá, San Luis.

Cuesta abajo

La permanencia en la cumbre es corta. Hay que emprender el regreso porque los cálculos dicen que habrá que jugarle una carrera al sol.

El descenso impone por momentos hacer “culipatín”, bajar en “cuatro patas” con la espalda contra la roca, ganar pendiente con algún que otro salto, y no faltan las patinadas en el hielo. El guía aconseja una distancia tal entre un caminante y otro que les permita tomarse de las manos ante una emergencia.

Algunos prefieren no mirar hacia adelante, el vértigo les puede jugar una mala pasada. Pero los que se animan tienen la satisfacción doble de la aventura y el escenario que se muestra abajo. A veces no se ve dónde se van a poner los pies cinco metros después, pero finalmente los “escalones” naturales aparecen y la bajada es más rápida y fácil de lo que se pensaba.

La cuesta abajo es por el mismo camino. En lo de los Ferreyra prepararon tortas fritas para que el que lleve unas monedas en los bolsillos y quiera adelantar unas horas la merienda. Es hora de descansar, de charlar con don Marcos, un anciano de 94 años al que hace poco trasladaron el helicóptero hasta Yacanto para homenajearlo, como uno de los vecinos más viejos de la zona.

Volver

A partir de ese momento todo será cuesta abajo pronunciada pero pareja, los refugios se harán cada vez más grandes, la escuela más reconocible y el río más divisable. Sólo la última parte es casi horizontal. A esa altura los pies piden el retorno y el descanso de la banqueta.

A esa hora, los que están más averiados ya saben que al día siguiente podrán hacer el último descenso a caballo, los que están “enteros” pero no quieren más peso en las espaldas podrán hacerse llevar las mochilas en mula. El resto, hará en bajada la próxima jornada lo que ya vivió en el ascenso. Pero con una diferencia: el paisaje que de ida tenía a sus espaldas será postal permanente, una postal que, aunque vista y revisada durante horas de caminata, no deja de sorprender.

El ascenso al cerro La Totora es una experiencia maravillosa. No requiere de técnica ni de gran experiencia en montañismo. Tampoco de indumentaria y equipo muy sofisticado (el que los tiene, mejor). Exige de un estado físico medianamente bueno, pero no resulta prohibitivo prácticamente para nadie. Hay que estar dispuesto, tener ganas, no dejarse intimidar por la pendiente y, sobre todo, aceptar el desafío. Vale la pena.

Fuente: La Capital Turismo
http://www.lacapital.com.ar/ed_turismo/2009/6/edicion_36/contenidos/noticia_5020.html


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