Crónica de un recorrido por los circuitos de los alrededores de San Fernando del Valle de Catamarca, entre los cordones del Ambato y el Ancasti, trepando la Cuesta del Portezuelo y disfrutando de los apacibles pueblos a la vera del río Tala. Verdes, aguas y hasta misterios, a un paso de la capital provincial.
“Lo que más me impresionó cuando llegamos fue el verde. La gente tiene muchos prejuicios antes de venir a Catamarca, y nosotros también. Creíamos que era todo un gran desierto, pero quedamos deslumbrados por los ríos llenos de truchas, los espejos de agua y la gran cantidad de lugares hermosos que hay para conocer”, cuenta Juan Martín Antoniassi, un joven chef porteño que llegó a la provincia junto con su familia hace dos años, para armar el restaurante Sabores de Nuestra Tierra en el Hotel Casino Catamarca. Juan Martín y su mujer, Gabriela, que también trabaja en hotelería, vivieron en sitios tan disímiles como Calafate, Bariloche, Pinamar, Francia y Cincinnati hasta recalar en Catamarca, por pedido expreso de los responsables del hotel, que los convocaron con el objetivo de llevar a la ciudad “una buena categoría gastronómica y de hotelería”. Siguiendo sus consejos, una recorrida por los principales encantos de este valle que sorprende gratamente a quienes lo visitan.
Los alrededores ofrecen varias opciones para entretenerse durante una estadía en la capital catamarqueña, protegida por el halo místico de la Virgen del Valle, “La Morenita”, como le dicen por aquí. La Virgen, patrona nacional del Turismo, aguarda a los visitantes en “La Gruta”, a siete kilómetros de la capital, sobre la sierra de Fariñango, en el faldeo del Ambato. Y fue aquí mismo donde nació la curiosa historia de su devoción, alrededor de 1620.
Cuenta la leyenda que don Manuel de Zalazar, administrador español del Valle, se enteró de que en las cercanías del pueblito de Choya, dentro de un nicho de piedra en la montaña, los indígenas honraban la imagen de una virgen morena. El hombre acudió a verificar de qué se trataba y, al ver que no era una imagen pagana, decidió llevarla a su hogar, en la ciudad de los españoles. Pero el icono habría regresado misteriosamente a la gruta una y otra vez, por diversas razones, hasta que finalmente los españoles desistieron y le construyeron un altar allí mismo.
El santuario es sitio de peregrinación constante, donde sobran las muestras de devoción. Pañuelos, flores, colgantes, remeras con su imagen, casitas de cartón que rezan “gracias madre”. Todos los años, luego de la Pascua y para el 8 de diciembre, se realiza una gran peregrinación hasta la Catedral Basílica Nuestra Señora del Valle, construida hacia 1870 en su honor y hoy declarada Monumento Nacional.
Sin alejarse mucho, bien vale la pena una vuelta por el Balcón de la Ciudad, un mirador panorámico desde donde se aprecia San Fernando del Valle a un lado, y el dique Jumeal hacia el otro, un pequeño embalse alimentado por el río Tala que provee al norte de la provincia y a la capital en épocas de sequía. Hasta aquí se escapan a disfrutar los amantes de los deportes náuticos y pescadores en busca de pejerreyes o carpas. Por la prolija y serpenteante ruta, mientras tanto, se pasean los ciclistas, corren los aerobistas y hacen las mil y una piruetas intrépidos jóvenes en mountain bike, que se divierten a puro salto acrobático en algunos parajes del circuito.
La ciudad capital es pequeña y apacible, y caminarla es una buena opción para conocerla. La Basílica situada frente a la frondosa plaza 25 de Mayo y el convento de San Francisco en el centro son los edificios más interesantes de este lugar, donde abunda la piedra nacional, la brillante rodocrosita. Un tanto más alejada, la Plaza del Aborigen, con su Intiwatana (“piedra que ata al sol”), su fuente central en honor a la Yacu Mana (diosa del agua) y un sinfín de bellísimos palos borrachos, resulta un agradable paseo al atardecer.
Volviendo a la zona céntrica visitamos la famosa Fábrica de Alfombras, en el Mercado de Artesanías. La fábrica es única en la Argentina, y se dice que hay sólo cuatro de su tipo en todo el mundo. Fundada hace 50 años, pertenecía a un descendiente de sirio-libaneses que no pudo sostenerla y la vendió a la provincia. Aquí trabaja una decena de mujeres a quienes les llevó unos tres meses aprender el oficio. Ellas tejen pacientemente alfombras persas, punto mirna específicamente, o tapices: todos diseños a pedido, que van a parar a los lugares más recónditos del planeta. Como el que confeccionó Claudia, quien lleva 16 laboriosos años en el lugar: “El año pasado trabajé todo enero en un tapiz para el escudo papal, y en junio vino el obispo a mi casa con dos cuadros enormes del Papa recibiéndolo”, relata emocionada la joven tejedora.
“Desde la Cuesta del Portezuelo / mirando abajo, parece un sueño; / un pueblito acá, otro más allá, / y un camino largo que baja y se pierde.” La popular zamba de Polo Jiménez resuena en todas y cada una de las curvas del camino zigzagueante mientras trepamos la famosa cuesta inmortalizada en estas estrofas. Este bellísimo camino de cornisa, que comunica el valle con los departamentos de Ancasti y El Alto, nace a 18 kilómetros de la capital y no se detiene hasta los 1870 msnm, donde se encuentra la encantadora hostería que hace honor al nombre del letrista.
Pero antes de llegar a lo más alto, nos detenemos varias veces, boquiabiertos, frente a cada nueva panorámica. Silencio y mil tonos de verde. El río Paclin, como un hilito de agua a través del valle. El cordón del Ambato, imponente, al otro lado del cerro. San Fernando del Valle, bien abajo, como un manchón gris que se pierde en una alfombra vegetal.
A los 1070 metros nos estacionamos, una vez más, en un impactante mirador, el “oficial”, donde todo el mundo se detiene, baja del auto, hace la foto de rigor y de paso se lleva un dulce de cayote, un vino patero o unas nueces bien catamarqueñas de las que vende Rubén, que aguarda manso y tranquilo la llegada de los turistas. Mientras estiramos las piernas y contemplamos, ensimismados, las bondades de la naturaleza, unos metros más abajo –en medio del monte–, un grupo de trabajadores aprovecha el recreo del mediodía para arrancar unas tunas y llevarlas a casa, donde serán transformadas en jalea casera.
Poco después seguimos zigzagueando por esta ruta que trepa y trepa, regada de jarillas, algarrobos, mistoles, chañares, palos borrachos, pichanilla y tunas, hasta alcanzar la cumbre, el final del camino, coronado por la acogedora hostería Polo Jiménez. Desde su generoso balcón –donde sopla el viento que aprovechan los cóndores para planear– se obtiene una vez más una hermosísima vista de este valle color esperanza.
Al día siguiente arrancamos tarde, luego del mediodía. Martín Mondonio, de Filoaventura, operadora local orientada al turismo aventura, nos pasa a buscar para guiarnos en una nueva incursión hacia los cerros vecinos. Vamos hacia El Rodeo, una apacible y prolija villa al pie del Ambato y a la vera del río Tala, que muchos capitalinos eligen como escapada de fin de semana y es un sitio ideal para ir en busca de truchas.
La villa está custodiada por un Cristo Redentor en lo alto del cerro. Y hasta allí vamos, en un trekking relativamente sencillo aunque un tanto cansador, en el que se demoran unos 20 minutos en subir por un sendero demarcado en medio de la tupida vegetación. La vista desde allí es fabulosa. Una vez más, los tonos de verde estallan en mil pedazos y gratifican al viajero esforzado. Para los más osados, la caminata depara una sorpresa más: es posible hacer un descenso en rappel. Martín lleva todo el equipamiento necesario, sólo hace falta requerirlo con anticipación.
El recorrido sigue serpenteando entre los cerros y pintorescos pueblitos como Las Juntas, Los Varela, La Puerta y Las Pirquitas, famosa por su enorme dique. Antes de regresar a la ciudad, Martín propone pasar por La Casa de Chicha, una antigua hostería reciclada donde se puede disfrutar de una potente merienda con pan de campo y diversas tortas caseras. El lugar, a orillas del río, está repleto de coloridas hortensias y nogales, manzaneros, perales y durazneros que la propia Chicha juntaba, cosechaba y vendía, y que hoy cuidan sus familiares.
El sol catamarqueño, que tan bien nos acogió durante las primeras jornadas, esta vez nos abandona, justo el día que planificamos la cabalgata de montaña por la zona de Nueva Coneta, un pequeño poblado a 12 kilómetros de la ciudad. De todas maneras vamos hacia la finca La Inesita, punto de partida de esta travesía a caballo por la sierra que Mario Guardo, su mentor, bautizó como “Misterios del Ambato”. Mario, porteño de nacimiento y catamarqueño por adopción, nos recibe mate en mano bajo el techado de la galería de su cálido hogar, a resguardo del diluvio que amaga con aguar nuestros planes. Pero entre amargos y larga conversación, la lluvia amaina y deja paso a un tímido sol, renovando la ilusión de conocer los misterios prometidos.
Montamos y partimos a paso lento entre los limoneros de La Inesita, siguiendo la huella de Mario a través de los callejones del pueblo, para internarnos en un sendero arbolado hasta ver la luz junto a la Virgen Blanca, patrona de Coneta. Luego seguimos por el faldeo del cerro hasta la quebrada del río Los Angeles, donde se pueden ver unos terraplenes antiguamente utilizados por los aborígenes. Y poco después bajamos por un extenso bosque de cactus que se elevan y multiplican uno al lado del otro como soldaditos de plomo alistados para el juego de la guerra.
De vuelta, el hambre apremia. Y allí está, presto a llevarnos al Hotel de Montaña La Aguada, Hugo, otro porteño más que se enamoró de los verdes paisajes de Catamarca. El lleva adelante este emprendimiento junto a Inés, su mujer, una salteña que nos recibe atentamente con unas exquisitas empanadas propias de sus pagos para amainar el apetito, y enseguida deleitarnos con unos sabrosísimos sorrentinos de calabacín.
Hugo es músico e Inés, contadora; pero ambos se dedican de lleno a esta acogedora casona de cinco habitaciones que reciclaron con mucho amor y paciencia. La casa está rodeada de una laguna artificial y un precioso bosquecillo de árboles nativos repleto de restos arqueológicos, como los que abundan por toda la provincia. Caminando por allí se pueden ver las antiguas pircas que pugnan por asomar de las entrañas de la tierra que tanto tiempo las ha mantenido ocultas. Y así aparecen vasijas, jarrones y otros elementos que ellos quieren preservar. Con ese fin decidieron construir un pequeño centro de interpretación, allí mismo, que esperan terminar pronto y así enseñar que Catamarca, además de ser verde por donde se la mire, es como un fruto bien maduro, y tiene mucha historia por revelar.
Fuente: Página 12 Turismo